Por Pat Buchanan *
El presidente Trump “dijo cosas odiosas, repugnantes y racistas… No puedo creer que un presidente haya dicho alguna vez las cosas que le escuché decir ayer a nuestro presidente”. Así se lamentaba el senador Dick Durbin al salir de la Casa Blanca. ¿Y qué fue lo que puso al jefe de la bancada minoritaria al borde del colapso? Trump dijo que Haití era “un pais de m…” y después preguntó por qué no teníamos más inmigrantes de lugares lindos “como Noruega”.
Así estalló una de las grandes tormentas mediáticas de la era Trump, cuyas violentas ráfagas continuaban azotando a comienzos de esta semana.
Trump admite que pudo haber hablado mal de Haití, que de todos modos no figura entre los “Mejores países para vivir” del hemisferio occidental. Sin embargo, insiste en que no fue su intención menospreciar al pueblo haitiano. Pero al contrastar a Noruega como fuente deseable de inmigrantes, por oposición a Haití, El Salvador y África, Trump puso sobre la mesa una cuestión que inquieta a Occidente, y cuya respuesta decidirá su futuro.
Trump ha dicho en palabras, como lo ha hecho con sus polìticas, que, a la hora de recibir un millón de personas al año, la raza, la religión y el origen nacional importan si es que queremos preservar nuestra unidad nacional y nuestro carácter nacional. Más aún, al decidir quién entra y quién no, los norteamericanos tienen el derecho soberano de discriminar a favor de determinados continentes, países y culturas, y en contra de otros.
Y al exponer sus propias preferencias, Trump sigue una tradición tan vieja como la República. Las colonias originales no querían católicos. Ben Franklin temía que Pennsylvania cayese bajo el dominio de los estúpidos alemanes: “Por qué Pennsylvania, fundada por los ingleses, habría de convertirse en una colonia de extranjeros que pronto serán tan numerosos como para germanizarnos a nosotros, en lugar de nosotros anglificarlos a ellos, y nunca van a adoptar nuestra lengua ni nuestras costumbres, como tampoco podrían adquirir nuestros rasgos físicos.”
Así como en Europa han surgido partidos contrarios à la inmigración para contener el flujo de refugiados del Medio Oriente y África, en los Estados Unidos se formó un Partido Norteamericano para frenar el influjo de inmigrantes irlandeses durante la hambruna de 1845-1849. Lincoln quería que los esclavos fuesen devueltos al África. En los siglos XIX y XX tuvimos leyes de exclusión de chinos y japoneses. “Los californianos han objetado razonablemente” la inmigración japonesa, dijo el por entonces candidato a vicepresidente Franklin Delano Roosevelt “con el sólido argumento de que … la mezcla de sangre asiática con sangre europea o americana produce, en nueve de cada diez casos, los más desafortunados resultados.”
Después de la gran inmigración de italianos, polacos, judíos y europeos del este, entre 1890 y 1920, la Ley de Inmigración de 1925 estableció cuotas basadas en los orígenes nacionales del pueblo norteamericano tal como era en 1890, lo que favoreció a ingleses, escoceses, irlandeses, y alemanes.
El activista de los derechos humanos A. Philip Randolph, importante protagonista de la marcha sobre Washington organizada por Martin Luther King, dijo acerca de las cuotas restrictivas de Harding-Coolidge: “Proponemos reducir la inmigración a cero… cerrarles las puertas a alemanes… italianos… indios… chinos y hasta a los negros de las Indias Occidentales. Este país sufre de indigestión inmigratoria.”
El miembro informante en el Senado de la Ley de Inmigraciòn de 1965 planteó lo que en ese momento se consideraban preocupaciones válidas acerca del futuro racial y la composición étnica del país. El senador Edward Kennedy prometió: “Nuestras ciudades no se verán anegadas por un millón de inmigrantes al año… la composición étnica de este país no se verá trastornada… [esta ley] no va a inundar a los Estados Unidos con inmigrantes de las naciones más pobladas y económicamente menos favorecidas de Asia y África.”
Lo que Kennedy prometió que no iba a ocurrir, ocurrió.
Hoy, las cuestiones relacionadas con la inmigración y la raza desgarran a países y continentes. Hay partidos contrarios a la inmigración en todas las naciones de Europa. A Turquía se la soborna para que mantenga a los refugiados sirios fuera de Europa. Embarcaciones colmadas de africanos de Libia son obligadas a regresar en el Mediterráneo. Después de construir un muro para mantenerlos a raya, Bibi Netanyahu avisó a los “extranjeros ilegales” de África: O se van de Israel antes de marzo, o van presos.
Angela Merkel pudo haber causado un perjuicio irreparable a su partido cuando permitió el ingreso de un millón de refugiados del medio oriente. Las grandes concentraciones de árabes, africanos y turcos en Gran Bretaña, Francia y Alemania no se asimilan. Las naciones de Europa central optan por sellar sus fronteras. Europa teme un futuro en el que el continente, con sus bajas tasas de natalidad, resulte asfixiado por los pueblos del tercer mundo.
Y sin embargo, el futuro que los alarmados europeos tratan de resistir es el mismo futuro que las élites norteamericanas han decidido adoptar. Entre otras razones porque un incesante influjo masivo de inmigrantes significa la muerte demográfica del Partido Republicano. En las elecciones presidenciales estadounidenses, las personas de color cuyas raíces están en África, Asia y América latina votaron 4-1 a favor de los demócratas, y en contra de los candidatos apoyados por la declinante mayoría blanca. No es la primera vez que la ideología progresista se acopla perfectamente con los intereses de la progresía.
La inmigración masiva significa que para el 2050 no habrá en los Estados Unidos una mayoría que sea su eje y sostén, sino un conjunto de minorías de toda raza, color, religión y cultura existente sobre la tierra, una réplica continental de la maravillosa diversidad que vemos hoy en la asamblea general de la ONU. Nunca existió hasta ahora un país semejante. ¿Nos encaminamos hacia la nueva Utopía… o hacia el suicidio nacional?
* Ex asesor de los presidentes Richard Nixon, Gerald Ford y Ronald Reagan, aspirante a la presidencia de los Estados Unidos en 1992 y 1996. Su último libro es Nixon’s White House wars: The battles that made and broke a president and divided America forever.
© Patrick J. Buchanan.
Versión castellana © Gaucho Malo.