Un país dividido

Por Pat Buchanan *

Cuando Amy Coney Barret fue postulada en 2017 para integrar como juez la Corte de Apelaciones, la senadora Dianne Feinstein quedó sorprendida por las convicciones sobre el derecho a la vida de esta catedrática de derecho católica de la Universidad de Notre Dame. “Profesora”, le dijo Feinstein, “cuando usted lee sus discursos, la conclusión a la que uno llega es que el dogma resuena intensamente en su interior, y eso es motivo de preocupación.”

Feinstein, titular de la representación demócrata en la Comisión de Justicia del Senado, tuvo una segunda oportunidad de interrogar a Barrett durante las audiencias sobre su postulación para la Corte Suprema conducidas por el presidente de esa comisión, el republicano Lindsey Graham. Convencida, después de cuatro días de sesiones, de que ella y sus colegas habían sido escuchados con respeto, Feinstein cruzó las filas partidarias para decir: “Esta ha sido una de las mejores audiencias en las que me ha tocado participar”. Y le dio a Graham, amigo y colega desde hace décadas, un breve abrazo.

Para los escandalizados demócratas, sin embargo, el gesto fue un acto de colusión, de confraternidad con el enemigo en tiempos de guerra. El grupo de presión abortista NARAL pidió su remoción de la jerarquía demócrata en la Comisión de Justicia. El líder del bloque minoritario Chuck Summer dio a entender que había regañado severamente a la decana del Senado. “He tenido una conversación larga y seria con la senadora Feinstein”, declaró. “Es todo lo que voy a decir al respecto en este momento.” Brian Fallon, director ejecutivo de Demand Justice, reclamó la renuncia de Feinstein a la Comisión de Justicia.

El hecho de que Feinstein, de 87 años, haya felicitado a un colega de dos décadas por haber conducido una audiencia equilibradamente, y haya rubricado el gesto con un abrazo, la puso en riego de ser expulsada de su posición en la Comisión de Justicia por su propio partido. Aparentemente, agradecer gentilmente a los republicanos es delito capital en las filas demócratas, algunos de cuyos miembros pontifican hasta el cansancio sobre la necesidad de “trabajar juntos más allá de las identidades partidarias”.

Pero el espíritu jacobino no alienta sólo entre las élites demócratas. El gobernador de Maryland, Larry Hogan, un republicano crítico de Donald Trump, ha declarado que no votó ni por el presidente ni por Joe Biden, sino que escribió el nombre de Ronald Reagan, el último republicano que se impuso en su estado en 1984. Aunque le dio la espalda a un presidente de su propio partido, a Hogan lo castigaron por no haber completado el giro y votado por Biden. “Payasesco, infantil, acto de cobardía”, fueron algunas de las reacciones de los “antitrumpistas” que ansían una aplastante derrota el 3 de noviembre para el partido conducido por Trump que ellos abandonaron.

Lo que estos episodios sugieren es que la idea de que un triunfo de Biden pueda facilitar un entendimiento bipartidario, o abrir paso a una nueva era de unidad nacional, es completamente ilusoria. Si Trump resulta derrotado, sus seguidores nunca perdonarán ni olvidarán a los desertores republicanos que respaldaron a Biden, tal como los republicanos de Goldwater de 1964 jamás perdonaron ni olvidaron a los republicanos de Rockefeller que abandonaron al campeón del conservadurismo. Doce años después, los goldwateristas acudieron a Kansas City para promover, exigir y finalmente celebrar el desplazamiento de Rockefeller como acompañante del presidente Gerald Ford en la boleta republicana.

En realidad, los acontecimientos del 2020 no han hecho más que ensanchar y profundizar la división entre los dos grandes partidos. En principio, la disputa sobre cómo combatir el virus corona creó una nueva división. Los que insisten en abrir la economía son atacados por buscar inmunidad de rebaño al precio de centenares de miles de vidas. Trump y sus seguidores han sido acusados de asesinato en masa. Y durante el verano boreal de este 2020, los Black Lives Matter y los “antifa” promovieron revueltas, saqueos, incendios y ataques contra las fuerzas de seguridad que culminaron con la demanda de “quitar fondos a la policía.”

Incontables estatuas han sido derribadas y destruidas, estatuas de exploradores, misioneros, patricios de la república y presidentes del Monte Rushmore. Esta ofensiva iconoclasta revela que para buena parte de los jóvenes norteamericanos la “construcción de los Estados Unidos” de la que hablan los libros de estudio no es más que una colección de mentiras. Con sus palabras y sus actos, afirman que los Estados Unidos han sido creados por colonialistas blancos racistas que esclavizaron a los africanos y los trajeron aquí para que hicieran el trabajo duro mientras ellos perpetraban genocidio contra los pueblos indígenas que encontraron cuando llegaron para establecerse y reclamar estas tierras.

Estas nuevas divisiones en nuestra sociedad, que salieron a la luz en 2020, se suman a otras viejas divisiones que se remontan a varias décadas. Ahora no sólo nos separan la ideología, la religión, la raza, la cultura y la moral, sino que también la historia de nuestro país se ha vuelto causa de conflictos irreconciliables.

En el segundo número de El Federalista, John Jay escribió acerca de la nueva nación que estaba redactando su Constitución: “La Providencia se ha complacido en entregar un país conectado a un pueblo unido, un pueblo que desciende de los mismos antepasados, que habla la misma lengua, profesa la misma religión, adhiere a los mismos principios de gobierno, muy similar en sus usos y costumbres…” Lo que Jay describía ha desaparecido en la Norteamérica políglota de 2020. Y mientras aquella nación llegó a ser la más grande república de la historia de la humanidad, el futuro de esta tierra de incesantes enfrentamientos y conflictos no parece tan brillante.


* Ex asesor de los presidentes Richard Nixon, Gerald Ford y Ronald Reagan, aspirante a la presidencia de los Estados Unidos en 1992 y 1996. Su último libro es Nixon’s White House wars: The battles that made and broke a president and divided America forever.

© Patrick J. Buchanan.
Versión castellana y notas © Gaucho Malo.

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