Por Pat Buchanan *
Si un presidente describe a un adversario como “El hombre cohete en misión suicida”, y advierte que su nación puede quedar “totalmente destruida”, probablemente el resto de su discurso va a pasar a segundo plano. Lo que es una pena. Porque sepultado en el discurso de Donald Trump [en la asamblea de la ONU] hubo un llamamiento a rechazar el transnacionalismo y abrazar nuevamente un mundo de naciones-estado soberanas que valoren y protejan su independencia y sus identidades singulares.
El hombre occidental se metió en este formidable embrollo desde que Woodrow Wilson declaró que los Estados Unidos iban a pelear en la Primera Guerra, no por alguna razón egoísta sino “a fin de asegurar el mundo para la democracia.” Nuestros aliados imperialistas –Gran Bretaña, Francia, Rusia, Japón– entendieron que se trataba de una estupidez farisaica, y se dedicaron a destrozar a Alemania, Austria, Hungría y el Imperio Otomano, y a hacerse un festín con sus colonias.
Despés de la Segunda Guerra, Jean Monnet, el padre de la Unión Europea, propuso que las naciones de Europa cedieran su soberanía y conformaran una unión federal como la de los Estados Unidos. Lentamente, las naciones europeas irían desapareciendo para disolverse en una única entidad política que representaría un gran salto en dirección hacia el gobirno mundial, el “Parlamento de la humanidad, la Federación del mundo”, en palabras de Alfred, Lord Tennyson.
Charles de Gaulle encabezó la resistencia, y reclamó “una Europa de naciones estado, desde el Atlántico hasta los Urales.” Durante 50 años, el gaullismo no hizo más que perder terreno. Especialmente los alemanes, en atención a su pasado, parecieron deseosos de perder su identidad nacional y desaparecer en el seno de la nueva Europa.
Hoy la visión gaullista está en ascenso.
“No pretendemos que países diversos compartan las mismas culturas, tradiciones, ni siquiera sistemas de gobierno”, dijo Trump en la ONU. “Las naciones soberanas fuertes permiten que países diversos, con valores diferentes, culturas diferentes y sueños diferentes no sólo coexistan, sino que colaboren codo con codo sobre la base del respeto mutuo. (…) En los Estados Unidos no pretendemos imponer nuestro estilo de vida a nadie, sino más bien lo exponemos como un ejemplo resplandeciente para que todo el mundo lo vea.”
Traducción: Nosotros, los norteamericanos, hemos creado algo único en la historia. Pero no pretendemos servir de modelo para la humanidad. Entre las 190 naciones, están las que evolucionaron de diversos modos a partir de diversas culturas, historias y tradiciones. Podemos rechazar sus valores, pero no tenemos derecho divino alguno a imponerles los nuestros.
Resulta difícil reconciliar la creencia de Trump en la autodeterminación con la existencia de un Fondo Nacional para la Democracia 1 , cuya razón de ser es interferir en la política de otros países para lograr que se parezcan a nosotros.
La idea de patriotismo que exhibe Trump está profundamente arraigada en el pasado de los Estados Unidos.
Cuando los levantamientos de 1848 contra las casas reales de Europa fracasaron, Lajos Kossuth vino a buscar apoyos para la causa de la democracia húngara. Fue calurosamente recibido, y alabado por el secretario de estado Daniel Webster. Pero Henry Clay, más fiel a los principios del Discurso de despedida de George Washingon, lo amonestó:
“Mucho mejor es para nosotros, para Hungría, y para la causa de la libertad que, ateniéndonos a nuestro sabio sistema pacífico, y evitando las lejanas guerras de Europa, mantengamos nuestra lámpara brillantemente encendida en la costa occidental a modo de faro para todas las naciones, que arriesgarnos a su total extinción entre las ruinas de las repúblicas de Europa, desmoronadas o en vías de caer.”
El discurso de Trump en la ONU tuvo ecos de Clay: “En los asuntos exteriores, estamos renovando este principio fundamental de la soberanía. La primera obligación de nuestro gobierno es para con su pueblo; atender a sus necesidades, garantizar su seguridad, preservar sus derechos, y defender sus valores.”
Al igual que John Quincy Adams, Trump sostiene que nuestra misión no consiste en “salir a buscar monstruos para destruir” sino en “poner a los Estados Unidos en el primer lugar”. Repudia tanto el Nuevo Orden Mundial de Bush I y las cruzadas democráticas de los neocons 2 de Bush II, como las globoludeces de Obama.
La retórica de Trump implica determinación, y los hechos son evidentes a partir de la directiva de Rex Tillerson a su departamento 3 para que reescriba la declaración de propósitos, y suprima la idea de convertir el mundo a la democracia. La declaración actual dice: “Es misión del Departamento conformar y sostener un mundo pacifico, próspero, justo y democrático.” Tillerson debe afirmarse en esa posición. Porque los Estados Unidos no tienen ningún mandato divino para democratizar a la humanidad. Y la idea cargada de hubris de que sí lo tenemos ha sido la causa de todas las guerras y desastres que últimamente han caído sobre la república.
Si no nos curamos de esta adicción intervencionista, vamos a terminar con nuestra república. ¿Cuándo fue que destronamos a nuestro Dios y pusimos en su lugar a la democracia? ¿Y acaso los valores de este siglo XXI norteamericano son valores verdaderamente universales? ¿Todas las naciones deberían adherir al matrimonio homosexual, al aborto a la carta, y a la separación de Iglesia y Estado si eso significa, como ha llegado a significar aquí, la paganización de la educación y de la plaza pública?
Si aquí la libertad de expresión y la prensa han producido una cultura popular que es una cloaca a cielo abierto y un vida política de denigración y veneno, ¿por qué querríamos imponérselo a otros pueblos? Que el Departamento de Estado declare que la misión de los Estados Unidos es hacer que todas las naciones se parezcan a nosotros puede muy bien ser considerado como una forma peculiarmente norteamericana de imperialismo moral.
* Ex asesor de los presidentes Richard Nixon, Gerald Ford y Ronald Reagan, aspirante a la presidencia de los Estados Unidos en 1992 y 1996.
© Patrick J. Buchanan.
Versión castellana © Gaucho Malo.
- National Endowment for Democracy, organización privada financiada principalmente por el Congreso y destinada a promover y sostener las instituciones democráticas en el mundo. En 2015 fue la primera en ser expulsada por Rusia, en el marco de un programa contra instituciones internacionales “indeseables”. [N. del T.] [↩]
- Conservadores procedentes de las filas del Partido Demócrata, el sionismo y la izquierda antistalinista. Tuvieron gran influencia en la política exterior de George W. Bush. [N. del T.] [↩]
- Departamento de Estado, se encarga de las relaciones exteriores. [N. del T.] [↩]