Los dueños del futuro

Por Pat Buchanan *

“Si uno mira a Trump en los Estados Unidos o a Bolsonaro en Brasil, se da cuenta de que la gente busca ahora políticos con las agallas suficientes como para cumplir lo que prometen”, dijo el empresario español Juan Carlos Pérez Carreño. Le explicaba al New York Times las razones detrás del crecimiento de Vox, que el diario describe como “el primer partido de ultraderecha español desde el fin de la dictadura de Franco en 1975.”

En realidad, la creciente impaciencia de los pueblos con los líderes y los legisladores electos que no pueden o no quieren actuar con decisión explica dos realidades de nuestro tiempo: el eclipse del Congreso y el ascenso de la autocracia en todo el mundo.

Al condenar la decisión de Donald Trump de declarar una emergencia nacional y usar los fondos del Pentágono para construir su muro, las élites del círculo rojo acusaron al presidente de una multitud de pecados contrarios a la Constitución. Que usurpó el “manejo de la billetera” que los Próceres confirieron al Congreso. Que hizo a un lado los “controles y equilibrios” de la democracia madisoniana. Que se comporta como un presidente imperial.

Sin embargo, la declinación del Congreso no es un fenómeno reciente. Y el principal agente de su caída en desgracia, de ser “la primera rama del gobierno” para convertirse en la menos estimada, ha sido el propio Congreso, por su timidez y cobardía. Compárese, si se quiere, el ahora inveterado sopor y pasividad del Congreso con la acción de los presidentes a quienes los historiadores atribuyen grandeza, o algo cercano a ella.

Thomas Jefferson aprovechó la repentina oferta de Napoleón de venderle el vasto territorio de la Lousiana por 15 millones de dólares en un acto de dudosa constitucionalidad, según el juicio del propio Jefferson. Pero la historia validó su decisión.

Andrew Jackson –“John Marshall   (Presidente de la Corte Suprema de los Estados Unidos en ese momento.)) tomó su decisión, ¡ahora que la ponga en práctica!”– hizo caso omiso de un dictamen de la Corte Suprema que le negaba el derecho a mudar al centro del país a los aborígenes de la Florida.

Abraham Lincoln arrestó a legisladores de Maryland para impedir la reunión de una legislatura de mentalidad secesionista, violó el derecho de habeas corpus de miles de personas. ordenó el arresto del juez de la corte Roger Taney, clausuró periódicos y, en enero de 1863, declaró la libertad de todos los esclavos de todos los estados que se mantenían en rebelión contra la Unión.

“¡Me apoderé de Panamá!”, dijo Theodore Roosevelt, cuyos agentes ayudaron a unos rebeldes a separar de Colombia esa provincia para construir el canal.

En 1942, Franklin D. Roosevelt internó en campos de concentración a 110.000 japoneses , 75.000 de ellos ciudadanos norteamericanos, hasta que terminó la guerra.

Sin autorización del Congreso, Harry Truman ordenó en 1950 el ingreso de tropas estadounidenses a Corea del Sur para resistir la invasión de Corea del Norte, y lo describió como una acción policial.

Aunque una Cámara de Representantes dominada por los republicanos voto contra el ataque a Serbia en 1998, el presidente Bill Clinton mantuvo durante 78 días su campaña de bombardeos hasta que Belgrado cedió su provincia ancestral de Kosovo.

Pero así como los presidentes han actuado con decisión, sin autorización legislativa y a veces apartándose de la Constitución, el Congreso nunca supo defender sus legítimos poderes constitucionales, e incluso renunció a ellos.

La autoridad del Congreso para “regular el comercio con las naciones extranjeras” ha sido transferida en gran medida al poder ejecutivo, y los legisladores se conforman con votar por sí o por no cualquier tratado comercial que la Casa Blanca negocia y remite al Capitolio.

La autoridad del Congreso para “acuñar moneda” y “regular su valor” fue transferida hace mucho tiempo a la Reserva Federal.

El poder del Congreso para declarar la guerra ha sido ignorado por todos los presidentes desde Truman. Las autorizaciones para el uso de la fuerza militar han reemplazado a las declaraciones de guerra, y los presidentes deciden sobre la interpretación de sus alcances.

Al declarar el viernes pasado la emergencia nacional, Trump se apoyó en la autoridad conferida al presidente por el Congreso en la ley de Emergencias Nacionales de 1976.

También la Corte Suprema ha usurpado impunemente los poderes del Congreso. Aunque las leyes sobre derechos civiles de la década de 1960 fueron promulgadas por el Congreso, la desegregación de las escuelas públicas norteamericanas sencillamente ya había sido ordenada por el Tribunal Warren en 1954. En los 60 y los 70, el Congreso permaneció indolente mientras los jueces federales imponían el equilibrio racial en incontables distritos escolares.

Mientras la Corte Suprema aprovechó durante décadas una cláusula de la Primera Enmienda para descristianizar todas las escuelas y edificios públicos, el Congreso no hizo nada. Triunfante, la Corte se abocó entonces a declarar el aborto y el matrimonio homosexual como derechos constitucionales.

Sin embargo, en el Artículo III, Sección 2, el Congreso tenía el poder latente para restringir la jurisdicción de la Corte Suprema y de cualquier otro tribunal federal. Pero el garrote que los fundadores entregaron al Congreso para meter en chirona a una Corte Suprema descarriada nunca fue esgrimido, nunca fue usado.

Una de las principales razones que condujeron a la elección de Trump fue que, con sus más y sus menos, se lo vio como un hacedor, como un hombre que “logra que las cosas se hagan”.

Y una de las principales razones por las que los autócratas están en auge es que la gente desestima a los partidos centristas porque percibe que les han fallado en sus demandas más básicas: reducir la inmigración, asegurar las fronteras, preservar la identidad nacional y privilegiar al propio pueblo y la propia patria.

Dígase lo que se diga de los autócratas, se trate de Trump, Putin o Xi Yinpín, son hombres que no se limitan a los discursos sino que hacen. Actúan.

Y muy bien pueden ser ellos los dueños del futuro.

* Ex asesor de los presidentes Richard Nixon, Gerald Ford y Ronald Reagan, aspirante a la presidencia de los Estados Unidos en 1992 y 1996. Su último libro es Nixon’s White House wars: The battles that made and broke a president and divided America forever.

© Patrick J. Buchanan.
Versión castellana y notas © Gaucho Malo.

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