Por Pat Buchanan *
Cuando el Colegio Electoral se reúna el lunes, seguramente habrá de certificar al ex vicepresidente Joe Biden como cuadragésimo sexto presidente de los Estados Unidos. Y Biden prestará juramento el 20 de enero. A regañadientes, la aceptación de esa realidad se extiende por toda la nación. Y sin embargo, millones de norteamericanos se negarán a admitir la legalidad de esa elección y de su resultado, y seguirán creyendo, junto al presidente Donald Trump, que fue “arreglada”.
“¿El establishment robó la elección de 2020 para librarse de un presidente, Donald Trump, al que detestaba?” será tema de debate durante décadas, tal como lo siguen siendo cuestiones tales como “¿Sabía Roosevelt por anticipado que los japoneses iban a atacar?” y “¿Harry Oswald actuó solo en Texas?”. Esa percepción de que algo no cuadraba invadió por primera vez la conciencia de millones de estadounidenses apenas horas después de la elección del 3 de noviembre, cuando el 83% de los republicanos consultados por Gallup dijeron no creer en las versiones de una derrota de Trump.
Las cosas que se perciben como reales son reales en sus consecuencias.
Y esa percepción estaba justificada. ¿Quién no quedó atónito al enterarse de que, cuando Trump parecía encabezar el escrutinio del 3 de noviembre, de buenas a primeras, alrededor de la medianoche, el recuento pareció detenerse en los estados decisivos, y se nos dijo que iba a continuar a la mañana siguiente? ¿Por qué esa detención?
Otra vez, las cosas que se perciben como reales son reales en sus consecuencias.
El Washington Post informó esta semana, a mitad de camino entre la jornada electoral y el día de la asunción, sólo 27 legisladores republicanos estaban dispuestos a reconocer el triunfo de Biden. Unos 220 representantes y senadores del GOP -el 88% de los republicanos que sirven en el Congreso- se niegan a decir quién ganó la elección.
Y Trump seguía peleando, acompañado por millones de personas, para persuadir a funcionarios públicos de estados cruciales tales como Pennsylvania, Wisconsin, Michigan, Georgia, Arizona y Nevada que retiren sus certificaciones. Se dice que hizo llamados telefónicos para convencer a los congresistas republicanos de que rechacen la designación de Biden como presidente.
Acompañó, sin éxito, la presentación de los procuradores generales de 17 estados a la Corte Suprema en apoyo de la demanda de Texas para que las alteraciones de último momento en el proceso electoral de cuatro estados decisivos fuesen declaradas inconstitucionales e ilegales.
Entre los argumentos más atendibles estaba el que decía que, debido a la pandemia, se introdujeron cambios apresurados en el proceso electoral de esos estados, especialmente en relación con los votos despachados y recibidos por correo. Se reclamaba que los votos emitidos como consecuencia de cambios contrarios a las leyes o las constituciones de los estados fuesen descartados. La mayoría de esos votos procedían de distritos urbanos, donde los márgenes a favor de Biden eran sustancialmente más elevados.
Si bien las casi 50 demandas presentadas en favor de Trump pudieron haber sido rechazadas en los tribunales, las incesantes denuncias de fraude en la recolección y recuento de los votos han dado sustento a la convicción generalizada de que a Trump le escamotearon votos a favor, mientras que Biden cosechó votos emitidos fuera de la ley.
¿A dónde nos conducirá todo esto después del 20 de enero?
La política estadounidense se volverá todavía más envenenada y polarizada de lo que lo ha estado en los últimos cuatro años. Decenas de millones de estadounidenses se sentirán políticamente estafados y pensarán que el más poderoso campeón que han tenido en varias décadas fue expulsado ilegalmente del poder precisamente por esa conspiración de la prensa con el establishment contra la que luchó durante cuatro años.
Para reforzar esa percepción llegó la repentina revelación esta semana acerca de que un hijo de Biden, Hunter, efectivamente es objeto de una investigación federal por evasión de impuestos.
Este es un asunto que la gran prensa no sólo se negó a cubrir, sino que procuró ocultar. Con lo cual no hizo más que reforzar la convicción generalizada de que la gran prensa estaba comprometida con Biden, y que va a usar el poder de que dispone para arreglar el resultado de cualquier elección estadounidense futura a favor del establishment al que pertenece.
Para millones y millones de estadounidenses, la gran prensa perdió toda la credibilidad y la autoridad moral de que gozó alguna vez.
La prensa dedicó cuatro años a promover la falsa noción de que Vladimir Putin y Donald Trump conspiraron para robar la elección de 2016, alegato que dos años de investigación conducida por Robert Mueller no pudo sustanciar en modo alguno. También la prensa promovió el juicio político contra Trump por un comentario hecho durante un llamado telefónico al presidente de Ucrania. Todo ello mientras describían a Trump como racista, sexista, homofóbico y traicionero, y a sus seguidores como fanáticos deplorables.
El pedido hipócrita que hoy lanza la gran prensa en favor de la unión nacional, después de todas las atrocidades que perpetró, supera todo lo concebible. Ahora que los demócratas parecen haberse quedado con la Casa Blanca, el mensaje es: “¿Por qué no nos llevamos bien?”
¿Qué queda por delante?
Algunos hablan de secesión. Pero aunque una secesión es improbable, ya existe en los Estados Unidos una secesión espiritual. Somos dos naciones, dos pueblos aparentemente separados para siempre. ¿Puede una nación tan dividida como la nuestra -racial, ideológica, religiosamente- seguir haciendo junta grandes cosas, como lo hicieron los Estados Unidos del pasado, para admiración del mundo?
* Ex asesor de los presidentes Richard Nixon, Gerald Ford y Ronald Reagan, aspirante a la presidencia de los Estados Unidos en 1992 y 1996. Su último libro es Nixon’s White House wars: The battles that made and broke a president and divided America forever.
© Patrick J. Buchanan.
Versión castellana y notas © Gaucho Malo.