Helicópteros

Con su pertinacia y sus actitudes provocativas los Kirchner parecen buscar una reacción que los aparte del poder convertidos en víctimas, y los libre de hacer frente a las previsibles consecuencias de sus políticas.

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Un zumbido de lejanos helicópteros atraviesa el país, haciendo correr frío por las espaldas de algunos y alentando inusitadas expectativas en la imaginación de otros. Comenzó a oirse tenuemente al día siguiente de las elecciones de junio y fue aumentando en intensidad con cada acción o decisión adoptada desde entonces por el gobierno Kirchner.

Un mes después, ya se está volviendo molesto, inquietante, y no hay indicios de que vaya a ceder.

Unos pocos, cegados por el afán vindicativo, se entusiasman. Los más, con buena memoria auditiva, se aterran ante la perspectiva de tener que pagar los platos rotos en caso de que el zumbido distante se convierta en la trepidante presencia de un rotor haciendo fuerza para el despegue. Los Kirchner actúan como si ésa fuera una opción casi deseable.

Tras la derrota electoral, la primera reacción del matrimonio fue minimizarla, enredándose en complicadas aritméticas para eludir la contundencia de un claro castigo político. Néstor cedió a Daniel Scioli la conducción del justicialismo como quien confía a otro el cuidado de un objeto personal, sin la menor atención a la institucionalidad partidaria.

Cristina convocó a una ronda de conversaciones a los dirigentes partidarios, pero también a los líderes empresarios y sindicales, en una rara interpretación a medias democrática, a medias corporativa, de la representatividad social. Todos entendieron que el gobierno trataba de ganar tiempo mientras recomponía su estrategia, y no se equivocaron.

Perversamente, el oficialismo adoptó medidas tramposas que parecían responder a los reclamos planteados –como la “autolimitación” de los superpoderes o el falso acuerdo sobre subsidios con unos desconocidos e irrelevantes tamberos–, o bien hizo lo contrario de lo que prometía en la mesa del diálogo.

Los cambios cosméticos en el gabinete, la ratificación de políticas y funcionarios cuestionados, la concentración de toda la comunicación oficial, incluída la pauta publicitaria, en una sola mano, reflejan no sólo una resistencia al cambio de rumbo reclamado por el voto popular, sino una influencia aún mayor, si cabe, del ex presidente, el gran castigado por ese voto.

Esta actitud del gobierno no anuncia nada bueno para los dos años que tiene por delante.

Esta actitud, que de por sí ya no anuncia nada bueno para la gestión del gobierno durante los dos años y medio que tiene por delante, se complica por el continuo desgranamiento de las filas oficialistas, que muy probablemente le cree al Ejecutivo problemas en el Congreso aún antes de la asunción en diciembre de las nuevas legislaturas.

Completa el panorama el deterioro de la situación fiscal, particularmente como consecuencia del despilfarro electoral en el primer semestre del año, que va virando al rojo los números de varias provincias y de numerosas intendencias. Y los fondos privados, cobardones como siempre, buscan asilo en el exterior o abrigo en el colchón.

Los más lúcidos oyen el zumbido y temen por la gobernabilidad. Rosendo Fraga señala que no es fácil mantenerla cuando se pierden las elecciones de mitad de mandato, el control del Congreso, y el apoyo del peronismo. Domingo Cavallo sugiere a la presidente que convoque a Eduardo Duhalde, o a Roberto Lavagna o al mismo Felipe Solá para que formen gobierno desde la jefatura de gabinete.

El oficialismo, como hemos visto, no parece dispuesto a asimilar la idea de que tiene que dar un drástico golpe de timón, y aprender a cogobernar con la oposición. Los que conocen a Kirchner ven como peligrosa su retirada de la escena pública: saben que es hombre de intensos rencores, y pródigo en recursos cuando se trata de defender la propia supervivencia.

Esa tozudez evoca las condiciones previas al vuelo de los dos helicópteros históricos.

Pero esa tozuda resistencia a reconocer la propia situación política, esa convicción de tener más poder que el que realmente se tiene, esa sordera a los reclamos de la sociedad, de la oposición, e incluso de los propios amigos, evoca las condiciones previas al vuelo de los dos helicópteros históricos que libraron de sus angustias a María Estela Martínez y a Fernando de la Rúa.

Sin embargo los Kirchner no son tontos. Cristina es Elizabet pero no Isabel, y Néstor es Carlos pero no Fernando. Con sus decisiones irritativas, con sus reiteradas provocaciones ¿no estarán acaso invitando al helicóptero? ¿no será para ellos una opción preferible a la de afrontar los costos políticos, económicos y sociales que saben tendrán que solventar hasta el último día de mandato?

El llamado al diálogo por fuera del Congreso y con agenda cerrada fue una provocación. Pero la oposición, inteligentemente, no cayó en ella. La puñalada trapera asestada a la mesa de enlace el día antes de la inauguración de la exposición rural fue otra provocación, pero Hugo Biolcatti no pisó el palito: habló de patria y de pobreza, y de los evaporados millones que el campo aportó al país.

El gobierno necesita que lo agredan para sentirse cómodo, y no lo consigue. Necesita que los enemigos que él mismo ha elegido lo enfrenten, pero éstos no le hacen el juego. Cuanto más incita a la reacción exasperada que lo victimice, más dispuestos parecen todos a cuidarlo, en aras de la gobernabilidad. Porque también oyen el zumbido.

Pero si los Kirchner piensan en un helicóptero, no es en el helicóptero de María Estela Martínez, que conduce a la cárcel, ni en el de Fernando de la Rúa, que conduce al olvido.

Los Kirchner tal vez sueñen con un helicóptero que los rescate como víctimas.

Como buenos setentistas, seguramente tienen grabada en sus retinas la foto de otro helicóptero famoso en esos años, y tal vez imaginan una versión ideológicamente invertida del aparato que rescató a los últimos norteamericanos de la embajada en Saigón, cuando la guerra de Vietnam ya estaba perdida y los comunistas azotaban las rejas de la representación diplomática.

Los Kirchner quizás sueñen con un helicóptero así, que los rescate como víctimas, acosados por una masa vociferante y agresiva en la que asoman los rostros de los dirigentes del campo y los líderes opositores, los jefes militares y los dignatatios de la iglesia, los columnistas de los diarios y los comentaristas de la televisión, todos al ritmo destituyente de las cacerolas de teflón.

En una palabra, un helicóptero funcionalmente equivalente a la cañonera de 1955, que abra el camino a un operativo retorno luego de que otros carguen con el peso de poner la casa en orden.

Luis D’Elía, esa avanzadilla de las tácticas kirchneristas, acaba de advertir en Rosario que “grupos de poder conservador y de derecha, banqueros, las patronales del campo, la Iglesia Católica y los dueños de los medios de comunicación están pergeñando desestabilizar al gobierno y preparando un intento de golpe blanco mediático”.

Según el arriesgado portavoz, “las élites dominantes van a intentar antes de fin de año generar una escalada de precios y desabastecimiento; van a intentar destrozar a Kirchner en los medios y agitar el conflicto social y financiarlo. Lo digo con la emoción y la angustia de un militante consciente de lo que se está cocinando en la usinas del poder”.

Lo que D’Elía prevé para el segundo semestre puede ocurrir, pero no por acción de las “élites dominantes” sino por efecto de las políticas del gobierno. Y lo que se está cocinando en la usinas del poder, allí donde el ex presidente está agazapado, bien puede ser una estrategia para eludir, por vía aérea o cualquier otra, afrontar el costo de esa situación.

Argumentar que las “élites dominantes” no permitieron “profundizar el modelo” es siempre preferible a reconocer el propio fracaso.

–Santiago González


[importante color=blue title=”Notas relacionadas”]Perder el tiempo.
Militancia, política, poder.[/importante]

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