Cuando observamos el cadáver de Aylan Kurdi depositado por el mar en una playa turca hay muchas cosas que crujen en nuestro espíritu, se agrietan, se parten. No es una cuestión de sensiblería, de buena conciencia, como han dicho algunos que objetaron la publicación de esta foto. Lo que se resquebraja es la imagen segura y confiable del mundo que tenemos en la cabeza. La foto cuestiona esa imagen, la descompone y la devuelve convertida en una interpelación, a la vez fascinante e intolerable. La primera incomodidad la produce el escenario: en nuestra conciencia la playa está asociada con el sol, la vida, el placer, el ocio, no con la muerte o la tragedia, callada, sin violencia aparente. La segunda incomodidad surge de la posición del niño: el cuerpo de Aylan está tendido en la playa tal como sabemos que suelen tenderse los infantes cuando duermen en sus cunas, boca abajo, con los brazos al lado del cuerpo y las palmas de las manos hacia arriba, con las piernas recogidas y la cola algo levantada; enseguida, sin embargo, nos damos cuenta de que Aylan no puede estar durmiendo porque su carita está a medias sumergida en el agua, y los niños no duermen en el agua: duermen en sus cunas. La tercera incomodidad nos la plantea el aspecto de Aylan: se ve que es un niño cuidado, tiene el pelo recortado, está bien vestido y bien calzado, su piel y sus ropas exhiben los colores habituales de cualquier niño de clase media de cualquier ciudad importante de cualquier país del mundo, aunque la crónica nos dice que pertenecía a una familia de refugiados sirios y que su madre y su hermano murieron en el mismo intento desesperado de escapar de la guerra. Uno pensaría que la foto es una broma macabra de alguien que se puso a jugar con la computadora, y mezcló retazos de imágenes pertenecientes al mundo ordenado y cotidiano, y las reunió desordenadamente. Hacía tiempo que oíamos hablar de la guerra civil en Siria, y de grandes desplazamientos de refugiados. Pero las imágenes de guerras civiles y de refugiados que tenemos en la cabeza son distintas: largas filas de gentes de razas ajenas, desharrapados, arreando burros o empujando precarios carritos por caminos de tierra, o emergiendo del mar exhaustos y muertos de frío, mirando a la cámara con ojos que vieron el límite. Jamás se nos habría ocurrido pensar en refugiados y guerras civiles en términos de un niño, de uno de nuestros niños, durmiendo apaciblemente el sueño de la muerte en una de nuestras playas, sereno y compuesto. Es este asalto a los estereotipos lo que da fuerza a la foto, lo que quiebra la mirada rutinaria, lo que nos muestra el horror como si lo viéramos por primera vez porque lo describe con el lenguaje de nuestra seguridad cotidiana. –S.G.