El hartazgo y después

Los sacudones políticos en Chile, Perú y Colombia reflejan nuestro presente y nos anticipan un futuro todavía más peligroso

L
as turbulencias políticas que sacuden la costa oeste del continente sudamericano -Colombia, Perú, Chile- han encendido luces de alarma entre algunos observadores, que ven en las imprevistas rebeliones desatadas en esos países un anticipo de lo que podría ocurrir en la Argentina cuando la amenaza del virus se repliegue, se levanten las restricciones, y la dramática realidad de las cosas quede descarnadamente a la vista. Sin desconocer la posibilidad real de que la izquierda quiera aprovechar la situación para montar oportunamente su numerito y promover revueltas callejeras, es lícito preguntarse si los escenarios abiertos al otro lado de la cordillera deben ser leídos como un anticipo de lo que nos espera o, por el contrario, replican procesos por los que ya hemos atravesado, o en los que estamos inmersos.

Aunque los conflictos políticos en esos países tienen su propia lógica, arraigada en sus respectivas historias, presentan algunos elementos comunes: en todos ellos hay clases medias en ascenso que no encuentran la manera de condensar sus aspiraciones en un programa y en una representación política que lo exprese, no encajan satisfactoriamente en el orden económico vigente, y se frustran una y otra vez en el embate contra una oligarquía enquistada en el poder, sea una casta política autosuficiente, como ocurre principalmente en la Argentina y Chile, sea una clase social tradicional, como es mayormente el caso de Perú y Colombia. Esos conflictos tienen larga data, y han provocado insurgencias sangrientas y graves desórdenes económicos y políticos.

En el último cuarto del siglo pasado, los intentos de acomodar la economía a un mundo que había cambiado -Augusto Pinochet en Chile, Carlos Menem en la Argentina, Alberto Fujimori en Perú, César Gaviria en Colombia-, no estuvieron acompañados por la modernización institucional necesaria para canalizar ordenadamente las aspiraciones y demandas de los sectores en ascenso, y más temprano que tarde provocaron una vuelta a las políticas estatistas, distribucionistas o populistas tradicionales que, naturalmente, no hicieron más que agravar las cosas. La alianza socialdemócrata que sucedió a Pinochet tuvo la prudencia de cuidar su legado económico, y lo mismo hicieron los gobiernos azotados por la corrupción que siguieron a Fujimori. Los ciclos fueron más acelerados en Colombia, debido al acecho continuo de la guerrilla y el narcotráfico, y Álvaro Uribe fue el mejor continuador de Gaviria antes de ser reemplazado por Juan Manuel Santos.

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Y
a entrado el siglo XXI, el péndulo regional describió un nuevo giro, y así llegaron Mauricio Macri en la Argentina, Sebastián Piñera en Chile, Pedro Kuczinsky en Perú e Iván Duque en Colombia. Macri fue el primero en llegar y el primero en irse, porque no logró detener una inflación rampante, ni pudo asegurar un crecimiento sostenido, capaz de sacar a la Argentina del más largo período de estancamiento de su historia. Sus críticos le reprochan tibieza a la hora de desmantelar la maraña de regulaciones, subsidios, impuestos y planes asistenciales heredados de sus predecesores. Un pequeño recorte en las pensiones desató una batalla campal en el centro de Buenos Aires, promovida por la izquierda, y el tumulto hizo visible un desencanto generalizado con su gestión, incluso de una parte apreciable de sus propios votantes, que nunca digirió el espaldarazo de Macri a las iniciativas para legalizar el aborto. Ocurrió lo impensable: el kirchnerismo volvió al poder y está destrozando el país.

Con Piñera pasó algo parecido. Los buenos resultados macroeconómicos logrados por Chile desde la época de Pinochet no facilitaron la movilidad social en las proporciones prometidas por la narrativa política, y esto generó un desencanto y un resentimiento crecientes, apenas paliados por los gobiernos socialistas con subsidios puntuales como el del transporte. Cuando Piñera dispuso un módico aumento de 30 centavos en el pasaje del tren subterráneo, estudiantes indignados comenzaron a saltar los molinetes, y esa fue la chispa de varias semanas de violentas revueltas sociales que arrinconaron al gobierno y lo forzaron a aceptar una reforma constitucional para apaciguar la agitación. Hace unos días la nación eligió a los constituyentes que van a redactar esa nueva constitución, en su mayoría procedentes de la clase media insatisfecha, representantes de diversas franquicias progresistas: comunistas, ecologistas, feministas, indigenistas y otras variedades enfrentadas a la “rosca”, tradicional y moderna. El futuro de Chile pende ahora literalmente de un hilo rojo.

En Perú los conflictos son de otro orden, pero similares en varios puntos. Como ocurrió con Menem en la Argentina, la modernización económica introducida por Fujimori abrió de par en par las compuertas de la corrupción, y hoy ese país cuenta con un raro récord de ex presidentes presos o procesados, e incluso uno de ellos, Alan García, se suicidó apremiado por las acusaciones. Ninguno, sin embargo, alteró sustancialmente las bases sentadas por Fujimori, y Perú pudo exhibir junto a Chile las cifras macroeconómicas más rutilantes de la región. Pero, como en todas partes, la modernización no quebró los moldes de la desigualdad, especialmente la desigualdad entre serranos y costeños que escinde la sociedad peruana. Un desconocido líder sindical docente, Pedro Castillo, con atuendo serrano e ideología marxista, se hizo cargo de esas desigualdades y de un desencanto social generalizado, e irrumpió con tanta fuerza en la escena política que hoy se encuentra a las puertas de la Casa de Pizarro.

Con Gaviria primero y con Uribe después, Colombia logró el milagro de armar una economía pujante en un país todavía en buena parte en manos de las guerrillas marxistas y los narcotraficantes. Pero la caída de los precios del petróleo, una de sus principales fuentes de ingresos, conspiró contra un ritmo de crecimiento que se fue haciendo cada vez más lento. El presidente Santos buscó un acuerdo con las guerrillas entre otras cosas para pacificar el país y compensar los ingresos petroleros perdidos con la expansión del turismo, cosa que en buena medida logró. La crisis del Covid 19 desbarató ese modelo, y puso en dificultades a su sucesor Duque, que preside un país con pobreza creciente y moneda en devaluación. No tuvo mejor idea para equilibrar las cuentas fiscales que aumentar los impuestos a la clase media y baja. El proyecto fue recibido con violentas protestas, orientadas por líderes sindicales y políticos izquierdistas, que dejaron decenas de muertos y renovaron los enconos sociales. Duque no encuentra salidas políticas ni económicas, las guerrillas reaparecen en la escena, las protestas y la represión continúan, y el futuro es incierto.

En Colombia, como antes en Chile, el descontento social frente a la inequidad y la falta de oportunidades para el ascenso social se expresa de manera violenta, y sin un liderazgo unificado que le confiera estructura y dirección: el llamado Comité del Paro sólo sirve para canalizar el diálogo. En Perú, como antes en la Argentina, ese descontento se expresa dentro del sistema político, y guiado por un fuerte liderazgo personal. En todos los casos, quedó a la vista que las reformas promercado resultan por sí solas insuficientes para responder a la demanda social. La revuelta chilena consiguió primero imponer, y ahora conducir, una reforma constitucional, para envidia del kirchnerismo, que hace tiempo sueña con esa idea por ahora lejos de sus posibilidades, y para ejemplo del peruano Castillo, que también aboga por lo que todos ellos describen como un nuevo contrato social, de matriz colectivista. Probablemente inspirado en la experiencia bastante exitosa de Bolivia, donde Evo Morales logró incluso que los jueces sean designados por elección popular.

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E
ste repaso nos remite ahora a la pregunta inicial: la ráfaga socialista que parece recorrer la costa occidental sudamericana, ¿anticipa nuestro futuro o refleja nuestro presente? Castillo cree que Lima es una ciudad opulenta, lo mismo que Cristina Kirchner dice de Buenos Aires. Hay tantos puntos de contacto entre la retórica de los nuevos protagonistas de los países andinos y el discurso kirchnerista que la respuesta a esa pregunta parece obvia. Pero mezclado con esa retórica aparece un ingrediente novedoso e inquietante, de insatisfacción y hartazgo con el sistema político y económico en general, un espíritu de rebeldía y desafío más seguro de lo que rechaza que de lo que quiere, con demandas múltiples y a veces contradictorias, sin programa ni ideología precisos, y que rápidamente podría volverse contra los propios animadores de las protestas, tal como aquí comienza a apuntar contra quienes recibieron la representación de los reclamos hace menos de dos años.

El politólogo Daniel Zovatto subraya que el descontento social, justamente en los países que aparecían como modelos exitosos, es dominante entre los jóvenes, quienes “se están quedando sin esperanzas, sin opciones y sin paciencia, en contextos de democracias fatigadas y con marcada debilidad institucional”, y persiguen, todavía de manera confusa y sin liderazgos, “una reconfiguración del sistema político, de los pactos sociales”. Según Zovatto, “el modelo actual ya expiró”, y la dirigencia política “debe buscar una nueva manera de comunicarse con la sociedad en general, y con los jóvenes en particular.” Entre nosotros, hace tiempo que la Argentina dejó de encarnar un modelo exitoso, y las encuestas muestran justamente que la incertidumbre económica y la imposibilidad de imaginar un futuro, todo agravado por los cierres y las cuarentenas, erosionan aceleradamente el interés que el kirchnerismo despertaba entre los jóvenes.

Si esto ocurre ahora, en medio de la distracción sanitaria, y en vísperas de las elecciones, que es cuando la clase política muestra su rostro más dulce, causa escalofríos imaginar el temperamento social una vez que las urnas hayan dado su veredicto y se hayan licuado las mieles de la campaña, y una vez que la crisis del Covid haya abandonado la escena y la magnitud del desastre en la economía y la sociedad, cuyo estado era ya deplorable antes de la aparición del virus, quede inexorablemente expuesta. Porque bien puede esperarnos un escenario desconocido: no ya la reacción de unas izquierdas variopintas, orgánicas o desorganizadas, contra un gobierno orientado al mercado, como ocurre en Chile, Perú y Colombia, sino una revuelta descontrolada (y en aras de la brevedad uso palabras impropias para describirlos) contra el populismo gobernante y también contra el liberalismo en espera, cuyo fracaso sigue vivo en la memoria ciudadana.

No hablamos hasta aquí de Brasil, el otro peso pesado del continente, donde la popularidad del presidente Jair Bolsonaro también está cayendo en picada, principalmente porque la prensa se encargó de sembrar el terror a propósito de su manejo de la crisis sanitaria. Con los partidos tradicionales agotados en el empeño de destruirse recíprocamente, la posibilidad de que estallen revueltas salvajes inquieta a la dirigencia política. Tanto que, como contó el periodista Carlos Pagni, a mediados de mayo Lula da Silva y Fernando Henrique Cardoso, figuras máximas de esos partidos, se reunieron “para razonar el futuro y tender una red de seguridad política”. No conocemos lo conversado entre ambos, pero seguramente tuvo que ver con la recomendación de Zovatto: proponer un nuevo modelo, con nuevas sugestiones y desafíos, encontrar otra manera de comunicarse con la sociedad, y en especial con los jóvenes.

Entre nosotros, todos los gobiernos desde 1983 han descuidado a los jóvenes en su educación, en su ocupación, en su vocación de perpetuarse en una familia. Ese descuido, reflejado en estos días en la foto de una chica de 22 años agonizando tendida en el pasillo de un hospital público, además de criminal es socialmente peligroso. Escuchemos a Luis Chocobar, un joven policía de 34 años, que atravesó un calvario personal y fue condenado por abatir a un ladrón en cumplimiento del deber, en diálogo con un periodista días antes de conocer su sentencia:

-¿Cómo ve usted el país? ¿Cómo nos ve?
-Creería que gran parte de la sociedad argentina está despertando, se está haciendo escuchar. Quizás no por los medios sino por las redes sociales. Es muy importante, porque yo creo que se vienen cambios grandes, y es bueno sentir que la sociedad…  la sociedad buena se está juntando, y va a ser para bien.
-¿Usted cree que hay una sociedad buena y una sociedad mala?
-Así es.

El periodista no encontró las palabras para responderle, o eligió el silencio como respuesta. Las personas con responsabilidades sociales o, dicho más brutalmente, las personas con algo que defender en la Argentina deberían esforzarse por llenar ese silencio y acertar con las palabras adecuadas y con los hechos que las sustenten, porque lo que Chocobar nos indica, seguramente sin proponérselo, es que se están configurando las condiciones para que la insatisfacción se convierta en ira, y para que la ira estalle en violencia fratricida. Como aquí ya no creemos en nada ni confiamos en nadie, como las consignas y las ideologías ya nos suenan huecas, como no tenemos un Lula ni un Fernando Henrique, bastaría con que alguien grite “Aquél es el culpable” y otro lo refute para que, enceguecidos por el hartazgo y la impotencia, terminemos matándonos entre todos.

Acertar con las palabras adecuadas, y sostenerlas con acciones honestas, puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte. No todos los cambios súbitos e inesperados en el humor social se disparan en la mala dirección, y lo ocurrido hace unas semanas en la Comunidad de Madrid es la prueba. Se dice que a Isabel Díaz Ayuso le bastó una sola palabra, Libertad, para apartar de la escena a quienes ya tenían hartos a los ciudadanos. Aquí deberíamos agregarle algunas otras, como Responsabilidad, Trabajo, Familia y Nación. Ortega decía que una nación es “un proyecto sugestivo de vida en común”, y eso es lo que nos falta. Desesperadamente nos falta.

–Santiago González

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1 opinión en “El hartazgo y después”

  1. A grandes rasgos estoy de acuerdo con el análisis, pero veo que le falta lo principal: las causas. Ignoro lo que pasa en otros países, así como también lo ignoran los “analistas” que opinan sin haber nunca vivido ni trabajado en los países que refieren con tan osada precisión. En nuestro país, la causa principal no es otra que la ligereza y la irresponsabilidad generalizada que suele optar por el crapula que más promete. Llevará años remendar semejante conducta, en caso de proponérselo algún día. Mientras tanto Macris, Alfonsines, Menemes y demás depredadores seguirán turnándose en la demolicion.

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