La casa se nos venía abajo, literalmente. Cuando la construyeron los bisabuelos era la más espléndida del barrio, y hoy es prácticamente inhabitable: las vigas del techo están podridas, las paredes agrietadas y carcomidas por la humedad de cimientos; por las ventanas se cuelan el viento y el frío, y las puertas hace tiempo que no cierran. El orgulloso cerco de rejas que envolvía su extenso jardín fue desapareciendo de a poco, víctima del óxido y los robos. A cualquier hora se nos mete gente, y hay partes del terreno junto al estanque a las que ya no podemos llegar.
No quiero aburrirlos con los detalles porque creo que se han hecho una idea de cómo están las cosas, ni tampoco abusar de su atención con una historia de decadencia familiar, por otra parte fácilmente imaginable. Desidias, desavenencias, aprovechamientos e ingenuidades se sumaron para llegar a esta situación extrema. Confiando en la calidad de los materiales, no se les dio el cuidado necesario; apremiado por alguna deuda alguien reemplazó un vitraux por un vidrio común; cuando uno propuso un plan de reparaciones para devolverle seguridad y prestancia, y modernizar sus funcionalidades, los demás se trenzaron en una batalla de objeciones presupuestarias, arquitectónicas y hasta ecológicas que en realidad eran excusas para no tener que poner de su bolsillo. Optaron por parches y remiendos, por lo general encomendados a prestadores inescrupulosos que cobraban barato pero dejaban las cosas peor que antes. Y lo barato salió caro.
Parte de la gran familia, harta de las incomodidades, optó por irse, y los que quedamos insistimos una y otra vez con los remiendos hasta que nos dimos cuenta de que era en vano. Fue uno de esos prestadores, quizás más decente que el resto o con otro plan de negocios, el que nos hizo ver las cosas: así como está, la casa es invivible y peligrosa, y ya no hay remiendo capaz de mantenerla en pie. No queda otra opción que demoler para reconstruir después. El solar amplísimo es inmejorable, y seguramente muchos materiales nobles pueden recuperarse; pero los cimientos, la estructura y el techo deben ser hechos a nuevo. Y entonces tomamos la decisión, que es también una apuesta. Sabemos que vamos a pasar un tiempo a la intemperie, pero nos arreglaremos con carpas o improvisaremos algún cobertizo: ya estamos acostumbrados a dormir en habitaciones cruzadas por el viento.
Sobre el pilar que sostiene el desvencijado portón de entrada ayer colocaron el cartel reglamentario: “Demolición y obra nueva”. Y hoy empezaron los trabajos. Ya se oye el ruido de las piquetas, los martillos neumáticos, las motosierras. –S.G.
Me hiciste recordar al emblemático cuento de Julio Cortázar: CASA TOMADA.
Pero a esos parientes de los Bioy Casares el morfi no les falta.
Muy poética la nota. Me encantaría compartir esa ilusión, pero me resulta prácticamente imposible.
Hay un sólo demoledor-constructor (lease Milei) y su idoneidad y sus “coequipers” despiertan serias dudas, para no hablar de su admiración por el peor presidente de esta lamentable democracia (lease Menem) y de su cuestionable salud mental. Seguiremos oscuros y decadentes. Me encantaría equivocarme.
Muy buena alegoría. Pero debo estar un poco sordo, porque no llego a percibir con claridad el ruido de las piquetas, los martillos neumáticos, las motosierras. Por lo menos todavía.
Muy agradecido por recibir estos correos. Me encantó, éste en particular. Comparto totalmente lo escrito por el autor. Felicitaciones!!!