Crisis moral y estancamiento

Por Fernando Henrique Cardoso *

Brasil atraviesa una serie de problemas estructurales y coyunturales. En el primer caso, a las dificultades para impulsar la economía -un problema común a los “países de ingresos medios”- se suma el hecho de que somos un país industrializado, pero poco conectado a las redes globales de producción y comercialización. Gran parte de nuestro dinamismo económico se produjo por la integración del mercado interno, pero todavía tenemos baja capacidad de exportar manufacturas. A pesar del éxito del crecimiento del PBI desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta los años 80, de allí en adelante, con raros períodos favorables, la tasa de crecimiento del PBI perdió en comparación con la media mundial, como consecuencia de la que la productividad media de la economía brasileña era inferior a la de las economías desarrolladas.

A esos factores estructurales se sumó la mala conducción de la política económica a partir del final del gobierno de Lula y durante los dos mandatos de la presidenta Dilma Rousseff, y también una inmensa crisis moral: el descubrimiento de formas organizadas de corrupción puso en evidencia la connivencia del gobierno, los partidos políticos y las empresas, privadas y estatales. Pudo verse que la corrupción se había convertido en la base de sustentación del poder y de la economía, entrelazándolos en una forma de un capitalismo en el cual el corporativismo, el clientelismo o el patrimonialismo (enraizados en la matriz cultural de la sociedad) sustituyeron la competencia como motor de la vida pública y económica.

Al mismo tiempo, la “contemporaneidad” de los medios de comunicación (Internet y las redes sociales) o incluso de las formas de producción (robots, inteligencia artificial, etc.) modificaron profundamente a la sociedad y el modo en que las personas se relacionan y se informan. Como resultado, la gente empezó a sentir que las instituciones políticas (los partidos, el Congreso y toda la maquinaria de la democracia representativa), estaba al margen de las demandas de la ciudadanía. Ningún aspecto de la crisis política que vive actualmente Brasil se diferencia de lo que ocurre en varias democracias occidentales con diversos grados de intensidad.

En resumidas cuentas, crisis moral y estancamiento económico relativo, este último agravado por la crisis fiscal, que se hizo más visible a partir de 2015. El desempleo creció hasta clavarse en el 13 por ciento, y ahí seguimos. La crisis moral llegó a conocimiento de la opinión pública como resultado de la Operación Lava Jato, esfuerzo de investigación policial y judicial que llevó a la cárcel a importantes líderes empresarios y políticos, entre ellos, el expresidente Lula. Frente a eso la sociedad que perpleja, marcada por las protestas callejeras de 2013, y finalmente, por el juicio político contra la presidenta Rousseff. De la insatisfacción con la economía, potenciada por el desempleo, y de los desatinos de los políticos, empresarios y partidos, surgió esta indecisión actual sobre lo que ocurrirá en las elecciones de octubre próximo.

La mayoría de los partidos se vio afectada, aunque de manera desigual, cuando quedaron al descubierto los mecanismos del financiamiento electoral. Esos mecanismos que el pasado resultaban “aceptables”, se tornaron “delitos” para los ojos contemporáneos. En el pasado, el uso de la “Caja 2” -o sea el dinero no contabilizado ni declarado ante la Justicia Electoral- era tan común que el propio presidente Lula, para defender a su partido de las acusaciones, dijo en una célebre entrevista con la televisión brasileña que se trataba “nada más” que de una segunda caja…

Ahora se vio que el dinero que financió a varios partidos provenía de contratos con sobreprecios hechos con empresas públicas, cuyos directores eran nombrados por el gobierno con ese fin. O sea que las investigaciones destaparon la olla y el olor que sintió el pueblo no fue precisamente de rosas… Ya no se trataba de “nada más” que una segunda caja, sino de corrupción organizada para extraer dineros públicos en beneficio de empresas y partidos, cuando no de los propios políticos.

Frente a la indignación pública, e incluso frente al odio que pasó a gestarse entre las corrientes políticas en conflicto, de poco vale alegar que en tal o cual caso no fue tan así, que tal o cual líder jamás embolsó dinero para uso propio, o que fue tal diputado y no tal partido el que cometió el desliz: a los ojos del pueblo, “los políticos” son los responsables y están involucrados en el robo. El país, por lo tanto, descree profundamente del gobierno y de los políticos. A esa falta de credibilidad se suman las amarguras del desempleo y la ineptitud de la administración pública para proveer a la población de servicios esenciales, todo acentuado por la crisis fiscal en la que está sumergido el país.

No es una buena comparación, y no es que se haya producido una revolución, pero está pasando lo que suele ocurrir en las situaciones revolucionarias en las que los justicieros decapitan a los poderosos mientras la población aplaude. Hasta que surja el “héroe”, carismático o musculoso, que “ponga la casa en orden”.

Ese es el gran riesgo de las elecciones que se aproximan. Sin Lula, las “zquierdas” se sienten electoralmente inseguras. En la “derecha” hay quienes ensayan la tonada de “orden a cualquier costo”, aunque ese costo sean las libertades democráticas, hasta ahora plenamente vigentes. Los demás están fragmentados, sin saber cómo unir las partes inconexas de eso que se llama, inapropiadamente, el “centro”: una amalgama de sectores políticos con una visión arcaica con otros tantos liberales y varios sectores vagamente “socialdemócratas”, que valoran las instituciones de la democracia y que saben que la desigualdad es la termita que las corroe.

Para colmo, todas esas fuerzas políticas están desparramadas en 26 partidos con escaños en el Congreso, la mayoría de los cuales tienen muy poco de “partidos políticos”, sino que más bien son grupos de personas ávidas de alzarse con el botín del Estado. El electorado, escéptico, no solo no sabe a quién votar: ni siquiera sabe si quiere votar.

¿Hay salida? Creo que sí. En situaciones como esa, solo un “mensaje” tiene la capacidad de unir. La sociedad está fragmentada por la propia “modernidad”: la movilidad social, las nuevas formas de producción, el predominio de las políticas identitarias (de raza, de género, etc.), quebraron la cohesión de las antiguas clases sociales y con ellas se esfumaron los partidos y las ideologías que se proponían representar. Las inquietudes sociales, sin embargo, siguen ahí: la búsqueda de empleo, la lucha contra la desigualdad, las quejas por la incapacidad de la maquinaria estatal para dar seguridad, vivienda, transporte, salud, y sobre todo, educación. Están los que hablan en nombre de los intereses populares y están los que confunden el bienestar de la mayoría con el dinamismo del mercado y con la necesidad de implementar reformas (sobre todo en el régimen previsional), las cuales por otra parte son imprescindibles.

Son estos los temas que los líderes políticos tendrán que abordar de forma práctica durante la campaña electoral. Y explicarlo de modo sensible para los individuos, que actualmente ya no son solo “partes de una masa”. Los individuos ahora se informan, tienen derechos, y quieren que el gobierno se los garantice. Y todo eso sin cejar en el esfuerzo de poner en orden las cuentas públicas e impulsar la inversión productiva, sin la cual no existe el empleo.

¿Quién estará en condiciones de conducir el país y ganar nuevamente la confianza del pueblo? Es difícil de prever, porque requiere que al menos los líderes se lancen a la lucha, con la esperanza de que prevalezcan sus ideas sobre lo que es mejor para el futuro del pueblo y de Brasil. Frente al vacío que deja la crisis, o emergen líderes democráticos capaces de restablecer la confianza sin las cuales la democracia no funciona, o corremos el riesgo de que surja un “justiciero” o un carismático inconsecuente que le haga creer a la población que la única solución para una crisis es la relación directa entre él y “las masas”. En ese caso, pobre de la democracia representativa, pobres de las libertades, y a largo plazo, pobres también los intereses populares. Y ese riesgo existe.

* Sociólogo, político, ex presidente de Brasil. Su artículo fue publicado originalmente en La Nación de Buenos Aires, el 14 de mayo de 2019.

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