¿Un cáncer en el papado?

Por Pat Buchanan *

En estos meses, el escándalo sexual que estremece a la Iglesia Católica se tornó crítico.

Primero fue la sorprendente revelación de que el cardenal Theodore McCarrick, ex arzobispo de Washington y amigo de presidentes, había sido por décadas un cura predador que cazaba seminaristas y abusaba de monaguillos, y cuya depravación era tan vastamente conocida como encubierta.

Después llegó el informe de un gran jurado de Pennsylvania que investigó seis diócesis y descubrió que unos 300 sacerdotes habían abusado de un millar de niños en los últimos 70 años. El obispo de Pittsburg, Donald Wuerl, ahora cardenal arzobispo de Washington, expulsó a algunos de esos sacerdotes corruptos, pero reubicó a otros en nuevas parroquias donde cometieron nuevos ultrajes.

Y esta semana trajo la acusación más sorprendente. El arzobispo Carlo Maria Viganò, nuncio apostólico en los Estados Unidos bajo el reinado del papa Benedicto XVI, alegó que el papa Francisco fue oportunamente informado sobre los abusos de McCarrick, nada hizo para sancionarlo, y que, dado que la “tolerancia cero” respecto del abuso sexual es política del propio Francisco, éste debería renunciar. En las once páginas de su carta, Viganò alegó que hay una poderosa “corriente homosexual” entre los prelados vaticanos más próximos al Papa.

¿Qué es lo que el Papa sabía y desde cuándo lo sabía? Al igual que en el caso Watergate, aquí la cuestión es si el papa Francisco sabía lo que ocurría en el Vaticano y en su Iglesia, y por qué no actuó con mayor decisión para erradicar esa miseria moral.

Los católicos ortodoxos, conservadores y tradicionalistas son los que piden cuentas de manera más visible y sonora. Los católicos progresistas e izquierdistas, que consideraban al papa Francisco y al cardenal McCarrick como aliados en cuestiones de moral sexual, quedaron a la defensiva.

Ahora bien, las acusaciones no son pruebas ni evidencias. Sin embargo, dada la gravedad de las revelaciones, el Vaticano está imperativamente obligado a responder a los cargos.

¿Cuándo se enteró el papa Francisco de la conducta de McCarrick, que según parece era ampliamente conocida? ¿Acaso permitió que su estrecha amistad con McCarrick le impidiera cumplir con su deber papal y pastoral?

Este escándalo destructivo es una herida abierta desde hace décadas. Demasiado tiempo. La Iglesia ya agotó sus plazos. Necesita actuar decisivamente, ahora.

Los sacerdotes que abusan de los chicos de las escuelas parroquiales y de los monaguillos no son sólo pecadores, son delincuentes cuyo lugar está en el calabozo y no en la sacristía. Deben ser entregados a las autoridades civiles.

Aunque ninguno de nosotros está libre de pecado, los curas sexualmente activos y abusadores deben ser apartados del sacerdocio. Se necesita una purga en el Vaticano, que remueva o jubile a obispos, arzobispos y cardenales cuyos pasados desórdenes, si se revelaran, alimentarían este escándalo todavía más. Durante demasiado tiempo, los fieles católicos se han visto obligados a pagar daños y reparaciones por los delitos y pecados de sacerdotes abusadores y por la colusión y complicidad de la jerarquía que los encubrió.

Y es necesario decirlo claramente: estamos ante un escándalo de homosexualidad. Casi todos los abusadores y delincuentes son varones, al igual que la mayoría de las víctimas, chicos, jóvenes, seminaristas.

Los aspirantes al seminario deben ser investigados como lo son los aspirantes al Consejo de Seguridad Nacional. Los que muestren inclinaciones homosexuales deben saber que el sacerdocio de la Iglesia no es para ellos, como tampoco lo es para las mujeres. La sociedad secular dirá que esto es una discriminación odiosa, pero se basa en las enseñanzas de Cristo y en la manera como estableció su Iglesia.

Inevitablemente, si la Iglesia pretende ser fiel a sí misma, el enfrentamiento con la sociedad secular, que ahora sostiene que la homosexualidad es algo natural y normal y respetable, se va a ampliar y profundizar. Porque según la enseñanza católica tradicional, la homosexualidad es un desorden psicológico y moral, una inclinación hacia comportamientos intrínsecamente malos, y siempre y en todo lugar pecaminosos y depravados, y ruinosos para el carácter.

La idea de un matrimonio homosexual, que según descubrimos no hace mucho es un derecho constitucional en los Estados Unidos, sigue siendo absurda para la doctrina católica.

Si la principal prioridad de la Iglesia es coexistir pacíficamente con el mundo, pronto va a modificar, suavizar, dejar de predicar o repudiar esas creencias para encaminarse por el sendero rosado que han seguido tantos de nuestros alejados hermanos protestantes. Pero si lo hace, no será la misma Iglesia que durante siglos soportó el martirio para seguir siendo la fiel custodia de las verdades del Evangelio y de la tradición sagrada.

¿Y de qué manera la modernidad y sus valores han contribuido para promover la fe en las religiones cuyos dignatarios intentaron abrazarlos y acomodarse seriamente a ellos? La Iglesia atraviesa la que probablemente sea su mayor crisis desde la Reforma. Con posterioridad al Concilio Vaticano II, los fieles se han ido alejando, algunos calladamente, otros para abrazar el agnosticismo u otras confesiones.

“¿Quién soy yo para juzgar?”, dijo el Papa cuando se lo interrogó por primera vez sobre la moral de la homosexualidad.

Innegablemente, Francisco y los obispos progresistas que pregonan una nueva tolerancia, una nueva comprensión, un nuevo aprecio del carácter benigno de la homosexualidad, se ganaron el aplauso de la prensa secular que fustigaba la Iglesia de Pío XII. ¿De qué les sirven esos bonitos recortes periodísticos ahora que las consecuencias azotan los muros de la Ciudad del Vaticano?

* Ex asesor de los presidentes Richard Nixon, Gerald Ford y Ronald Reagan, aspirante a la presidencia de los Estados Unidos en 1992 y 1996. Su último libro es Nixon’s White House wars: The battles that made and broke a president and divided America forever.

© Patrick J. Buchanan.
Versión castellana y notas © Gaucho Malo.

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