Hace más o menos quince años, el médico Eduardo Lorenzo “Borocotó”, recién electo diputado por el PRO, abandonó sorpresivamente sus filas para incorporarse al kirchnerismo cuando ambas corrientes representaban polos opuestos en el espectro político nacional. El escándalo fue tan grande que el vocabulario político argentino resultó enriquecido con una nueva palabra, “borocotización”, más conveniente para el habla porteña que la culta “transfuguismo”, y diferente del tradicional “salto con garrocha”, ese veloz cambio de lealtades entre facciones de un mismo partido que el peronismo cultiva con elevados niveles de refinamiento y virtuosismo. El oprobio y la estigmatización rodearon al doctor Lorenzo, y su carrera política entró en un ocaso definitivo. “Borocotó”, que hoy tiene 84 años, pudo saberse reivindicado: el término generado por su apodo quedó en el olvido, y la práctica del transfuguismo se ha generalizado a tal punto que los analistas la toman como algo natural en sus comentarios y el público ya no le presta atención.
El caso reciente del peronista Miguel Pichetto, que hizo una pirueta similar pero en dirección contraria, no mereció crítica alguna de los comentaristas ni del público. Por el contrario, fue apreciada y alabada como un gesto audaz y un acto patriótico, tanto de parte del seducido jefe de la bancada justicialista en el Senado como de parte del seductor presidente de la nación, que lo llamó a compartir su fórmula electoral. Hace quince años, fueron Néstor Kirchner y su jefe de gabinete Alberto Fernández los que convencieron al doctor Lorenzo; esta vez sólo intervino Macri, probablemente con el disgusto de Marcos Peña. “Que el presidente y sus asesores estén a la pesca de comprar voluntades es terrible”, comentaba Ricardo Gil Laavedra, un reputado jurista de la Unión Cívica Radical, sobre Kirchner y Fernández, los de entonces. Ni él ni su partido, integrante de la coalición gobernante, hicieron ahora comentarios similares a propósito del caso Pichetto; más aún, el radicalismo auspició y saludó alborozado la incorporación del peronista. Ni siquiera los justicialistas se mostraron demasiado agraviados por la deserción del dirigente.
Para ser justos, el de Pichetto no ha sido el único caso de transfuguismo en vísperas de las elecciones de octubre, y hay ejemplos de salto con garrocha y borocotización en todos los partidos y a todo nivel. Como nadie está en condiciones de arrojar la primera piedra, todos prefieren ahorrarse los comentarios sobre estos casos y mirar para otro lado. Las convicciones ideológicas, las lealtades partidarias, las identificaciones doctrinarias son cosas del pasado, y el llamado espectro político, más que una segmentación cromática definida, exhibe un tornasol cambiante de límites imprecisos. Cada dirigente se representa en realidad a sí mismo y se ofrece en el mercado como un entrecruzamiento de cualidades personales capaz de atraer votos; nada, ni siquiera la memoria implacable de la red Internet, les impide moverse con soltura de vereda a vereda; cada partido o alianza es una conjunción ad hoc de políticos disponibles, armada para participar de una determinada contienda electoral. Las propuestas de campaña son algo secundario, en general montado sobre lo que las encuestas dicen que el electorado quiere escuchar.
Lo de “Borocotó” hace tres lustros fue una cuestión estrictamente personal: el médico estaba resentido por lo que percibía como destrato de los imberbes majaderos del PRO (cosa que hoy comprenderíamos perfectamente); los K se enteraron y le ofrecieron un abrazo fraterno, para él y para su hijo, que andaba en busca de conchabo. Ni siquiera le reclamaron afiliación partidaria. El escándalo les impidió a los Lorenzo disfrutar de esa oferta. El caso de Pichetto fue diferente. Fue, si se quiere, la superación posmoderna de aquel antecedente ilustre. Sin duda tuvo un componente personal, pero antes que nada fue una operación política, gestada en el oficialismo y con el visto bueno de un alto dirigente justicialista, orientada a proyectar una imagen, a montar sobre el episodio de la captación un relato concebido con fines electorales. Y así pudo verse cómo la gran prensa evitó describir el episodio de Pichetto como la transfugueada individual que fue, y lo presentó sin demasiado rigor como una incorporación del peronismo, de la parte “racional” del peronismo, al elenco gobernante.
Macri descontaba que Massa iba a enfilar su caballo hacia las tolderías kirchneristas, pero esperaba, tal vez con ese excesivo optimismo que contagia el acento cordobés, que las expresiones del “peronismo racional” nucleadas en la llamada Alternativa Federal se plegaran a sus filas. No contaba con la terquedad de Roberto Lavagna, que no tiene nada que perder y se mantuvo en el empeño de ofrecer una tercera vía, ni con la firmeza de Juan Manuel Urtubey, que tiene todo por ganar y resistió las endechas provenientes de la Casa Rosada. De modo que se quedó sólo con Pichetto, el único de los “alternativos” que no tiene a nadie atrás. Empeñado en convencer a la opinión pública de que se había producido un cambio drástico en su seno, el oficialismo hizo tres cosas: juntó en un asado a todos los ex peronistas que tiene en sus filas para que parezcan muchos, les hizo cantar la marchita para que parezcan peronistas, y modificó el nombre de su coalición para que parezca algo nuevo: Cambiemos ahora se llama Juntos por el Cambio. Por la incorporación de una sola persona.
–Santiago González