¡Basta de rusofobia!

Por Pat Buchanan *

A menos que las cosas se vuelquen a último momento a favor del candidato del Partido Comunista Pavel Grudinin, que ahora va segundo con un 7 por ciento de apoyo, el 18 de marzo Vladimir Putin va a ser reelecto presidente de Rusia por otros seis años. Entonces vamos a tener que decidir si mantenemos el rumbo hacia una segunda Guerra Fría, o entablamos algùn tipo de relación con Rusia, como todos los presidentes trataron de hacer durante la Primera Guerra Fría.

Respecto del conflicto actual, la culpa no es toda de Vladimir Putin. Sus acciones han sido más bien reacciones a decisiones unilaterales norteamericanas. Tras el colapso de la Unión Soviética, incorporamos a todos los miembros del Pacto de Varsovia y a tres ex repúblicas de la URSS a nuestra alianza militar, la OTAN, para acorralar a Rusia. Eso no pareció un gesto amistoso. Putin respondió reforzando su presencia militar en el Báltico. George W. Bush desconoció el tratado sobre misiles antibalísticos que había negociado Richard Nixon, y Putin respondió acumulando los misiles ofensivos que exhibió la semana pasada. Los Estados Unidos ayudaron a instigar el golpe de la plaza Maidan que derrocó al gobierno prorruso electo en Ucrania. Para evitar la pérdida de su base naval de Sebastopol, en el Mar Negro, Putin respondió anexándose la península de Crimea. Después de que Bashar al Assad aplacara las protestas pacíficas en Siria, les enviamos armas a los rebeldes sirios para que derrocaran al régimen de Damasco. Al ver en peligro su última base naval en el Mediterráneo, Tartus, Putin acudió en auxilio de Assad y le ayudó a ganar la guerra civil.

La era de Boris Yeltsin ya quedó atrás. Rusia ha vuelto a comportarse como una gran potencia. Y nos ve como una nación que rechazó su mano, amistosamente tendida en la década de 1990, y después la humilló poniéndole a la OTAN a las puertas de su casa. Sin embargo, también es cierto que Putin esperaba y confiaba en que, con la elección de Trump, Rusia pudiese restablecer unas relaciones, si no amistosas, al menos respetuosas con los Estados Unidos. Claramente, eso es lo que quería Putin, y también quería Trump.

Sin embargo, con la histeria del Círculo Rojo sobre el hackeo de la convención demócrata y de las cartas electrónicas de John Podesta, y con la rusofobia rampante en esta capital, parece como si estuviéramos paralizados cuando se trata de relacionarnos con Rusia.

El sistema político estadounidense, dijo Putin esta semana, “ha venido devorándose a sí mismo”. ¿Acaso esta descripción está muy lejos de la verdad? ¿Qué nos está pasando?

Tres años después de que Nikita Jruschov enviara tanques a Budapest para ahogar en sangre la revolución húngara, Eisenhower fue su anfitrión durante una visita de diez días a los Estados Unidos. Dos años después de la erección del Muro de Berlín, y ocho meses después de que Jruschov emplazara misiles en Cuba, Kennedy tendió un puente al dictador soviético en su aclamado discurso en la American University. Lyndon Johnson se reunió con el presidente ruso Alexei Kosygin en Glassboro, New Jersey, semanas después de haber estado a punto de chocar con Moscú por su amenaza de intervenir en la guerra árabe-israelí de 1967. Seis meses después de que Leonid Breynev enviara tanques para aplastar la Primavera de Praga en 1968, un Nixon que acababa de asumir procuraba la distensión.

En aquellos años, sin importar quién estuviera en la Casa Blanca o en el Kremlin, el establishment norteamericano favorecía el entendimiento con Moscú. Era la derecha la que se mostraba escéptica u hostil.
Una vez más: ¿qué le pasa a esta generación?

Es cierto, Vladimir Putin es un autócrata que busca conseguir un cuarto mandato, lo mismo que Franklin Delano Roosevelt. Pero, ¿qué líder ruso, excepto Yeltsin, no ha sido un autócrata? Y hoy los rusos disfrutan de una libertad de expresión, de reunión, de culto, de movimiento, política y de prensa que las generaciones anteriores a 1989 jamás conocieron.

China, y no Rusia, tiene el estado comunista unipartidario más represivo. Seamos francos, ¿cuál de estos aliados de los Estados Unidos muestra una mayor tolerancia que la Rusia de Putin? ¿Las Filipinas de Rodrigo Duterte, el Egipto del general Abdel-Fattah el-Sissi, la Turquía del presidente Erdogan, o la Arabia Saudita del príncipe Mohammad bin Salman?

Rusia no representa ni de lejos la amenaza estratégica o global que planteaba la Unión Soviètica. Como Putin reconoció esta semana, con el quiebre de la URSS, su nación “perdió el 23,8 por ciento de su territorio nacional, el 48,5 por ciento de su población, el 41 por ciento de su producto bruto interno y el 44,6 por ciento de su capacidad militar.”

¿Cómo habrían reaccionado los unionistas de la Guerra Civil si el Sur hubiera logrado independizarse y luego, para preservar a la Confederación de una nueva invasión, Dixie hubiese entrablado una alianza con Gran Bretaña, le hubiese concedido bases a la Armada Real en Nueva Orleans y Charleston, y hubiese permitido el emplazamiento de tropas británicas en Virginia?

Japón negocia con la Rusia de Putin sobre las islas Kuril, que perdió al término de la Segunda Guerra. Bibi Netanyahu se reunió muchas veces con Putin, pese a que es un aliado de Assad, a quien Bibi preferiría ver fuera del poder, y tiene una base aérea no lejos de la frontera con Israel.

Y nosotros, los norteamericanos, tenemos con Rusia asuntos mucho más importantes que los que tiene Bibi: control de armas estratégicas; alivio de tensiones en el Báltico, Ucrania y el Mar Negro; fin de la guerra en Siria; Corea del Norte; Afganistán; el Ártico; la lucha contra el terrorismo. A pesar de todo, lo único que escuchamos de nuestra élite es el permanente lloriqueo de que Putin no ha sido suficientemente castigado por profanar “nuestra democracia”.

Ya basta.

* Ex asesor de los presidentes Richard Nixon, Gerald Ford y Ronald Reagan, aspirante a la presidencia de los Estados Unidos en 1992 y 1996. Su último libro es Nixon’s White House wars: The battles that made and broke a president and divided America forever.

© Patrick J. Buchanan.
Versión castellana y notas © Gaucho Malo.

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