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Una elección crucial

El 31 de diciembre de 1831, el capitán de la Armada estadounidense Silas Duncan, al mando de la fragata Lexington, desembarcó en las islas Malvinas y arrasó con las instalaciones desde las que Luis Vernet gobernaba por mandato y en nombre de la Confederación Argentina, regulando la actividad de balleneros y cazadores, principalmente ingleses y norteamericanos, en el archipiélago y su zona de influencia. El incidente abrió el camino a la ocupación de las islas por los británicos, y provocó una ruptura de las relaciones con Washington que se extendió durante más de una década.

La historia de nuestros vínculos con los Estados Unidos está saturada de injerencias políticas y económicas similares, y no alienta precisamente la simpatía por ese país: la reciente oferta de una cuantiosa ayuda al presidente Javier Milei despertó toda clase de suspicacias. “El que se quemó con leche, ve una vaca y llora”, se dice en la calle. En los claustros prefieren recordar la advertencia de Laocoonte a los troyanos: “Temo a los griegos, especialmente cuando vienen con regalos.” Deslumbrados con el aparatoso caballo de madera que les obsequiaban, los asediados desoyeron el consejo del sacerdote, abrieron las puertas de la ciudad, y Troya fue destruida.

Pero Zeus no era troyano, y Dios es argentino, o insiste en parecerlo. Milei y su comitiva acudieron a Washington dispuestos a resignar todo decoro personal y a soportar cualquier humillación nacional a cambio de los millones que necesitan para mantenerse en el poder. Pero a Donald Trump se le enfriaron los pies, y cambió su oferta a último momento: “No les voy a dar plata para que ganen las elecciones”, les dijo. “Les voy a dar plata si, y sólo si, ganan las elecciones y me demuestran además que pueden gobernar el país.” Todo quedó aplazado para después del comicio: nos salvamos por un pelo.

Haya sido por la intervención divina, o por la presión de la opinión pública norteamericana (que no ve con buenos ojos esta aparente largueza de la Casa Blanca para con la Argentina cuando ellos mismos soportan rigores y dificultades), o por las dos cosas juntas, lo cierto es que el cambio de humor de Trump nos libró de un compromiso fatal que el gobierno estaba dispuesto a asumir, y trasladó en los hechos a la ciudadanía argentina la responsabilidad de abrir las puertas de la ciudad al caballo de Troya, o hacer pata ancha y mantener la clausura. La advertencia de Laocoonte está en el aire, y el domingo 26 sabremos si supimos escucharla.

Probablemente nunca haya estado nuestro país ante un ejercicio electoral tan crucial y decisivo como el que se aproxima.

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Por lo pronto, esta rutinaria renovación legislativa puede convertirse en un plebiscito sobre los dos años de gestión de Javier Milei o, visto de otro modo, sobre la supervivencia de la Nación Argentina tal como la conocemos, la entendemos y la queremos: eso que venimos construyendo desde hace doscientos quince años, eso que racional y afectivamente se nos hace presente cuando nos identificamos o nos presentamos como argentinos, puede volar por el aire en las escasas diez horas que dura la jornada electoral.

Porque todo lo que propone el gobierno de Javier Milei va en contra de lo que a lo largo de las generaciones hemos querido, soñado y creído como sociedad sobre la naturaleza y el destino de nuestra Nación, en contra de lo que nuestros abuelos y nuestros padres defendieron a lo largo de sus vidas para dejarnos un país mejor, y nos transmitieron luego como testimonio en la esperanza de que nosotros triunfáramos donde ellos, lamentablemente, habían fracasado. Ese fracaso, y también el nuestro, reconozcámoslo, es lo que nos trajo hasta esta encrucijada.

Milei llegó al poder con la doble promesa de ampliar nuestras libertades aliviándonos el agobio de un Estado que se había vuelto obeso, tonto, ineficaz y corrupto, y protegernos de las amenazas de la Agenda 2030, una conspiración del capital financiero internacional orientada a borrar la identidad de los pueblos y las fronteras de las naciones para crear un nuevo orden global, caracterizado por el ejercicio del poder y el goce pleno de la vida reservado a unos pocos y la esclavitud consentida de unas mayorías que, como dice su consigna, no tendrán nada y serán felices.

En el medio mandato que lleva cumplido el presidente hizo exactamente lo contrario de lo que había prometido. Destruyó o desfinanció del Estado lo que tenía de bueno y útil, pero mantuvo el agobio, la intervención y la corrupción. No alivió la carga impositiva, intervino para fijar precios, tarifas y salarios, y a la corrupción conocida (la de las coimas, los sobreprecios o las licitaciones direccionadas, casi ingenua en comparación) le sumó el consorcio de altos funcionarios y legisladores con la delincuencia internacional, en operaciones criminales de tráfico o estafa.

Y más allá de algunos exabruptos retóricos sobre cuestiones de género y de algunas maniobras distractivas en el terreno sanitario (como retirar a la Argentina de la OMS pero mantenerla en la Organización Panamericana de la Salud, que es exactamente lo mismo), el presidente demostró ser en los hechos un promotor de la Agenda 2030, no sólo en lo simbólico (descuido o repudio de la cultura y el saber nacionales) sino en lo práctico, con una política recesiva que destruye la estructura productiva y tecnológica, empobrece y embrutece a la sociedad, y despeja el camino para los fondos de inversión que promueven esa agenda.

Supongamos por un instante que los Estados Unidos nos aseguran esos fantásticos 40.000 millones de dólares de asistencia por pura buena voluntad y simpatía, y sin exigir a cambio más que su oportuna devolución. ¿Qué haría el gobierno de Milei con ese dinero? ¿Modernizar y ampliar la infraestructura? ¿Reorganizar y reequipar la defensa para adecuarla a las necesidades de la época? ¿Ofrecer líneas de crédito para promover la producción nacional? ¿Aplicarlo a la búsqueda de nuevos mercados y a la apertura de rutas comerciales?

¿O más bien lo despilfarraría en maniobras financieras como hizo con los centenares de miles de millones de dólares que le ingresaron desde que asumió? El problema con una nueva y mayor asistencia monetaria estadounidense, directa o indirecta, es que no va a servir para otra cosa que para endeudarnos más de lo que ya estamos, por generaciones y generaciones, y a volvernos por lo tanto más esclavos de las demandas y condicionamientos de nuestros acreedores, que son, directa o indirectamente, los fondos de inversión promotores de la Agenda 2030.

Y esto va a ser inexorablemente así porque el gobierno de Javier Milei no tiene un plan económico, no tiene idea de qué país quiere ni de cómo asignar sus recursos naturales, financieros y humanos en función de un propósito que ni siquiera se plantea como problema porque su ideología no se lo permite. El presidente no sabe hacer otra cosa que lo que está haciendo, como lo reconoció implícitamente esta semana en una entrevista. Milei sólo quiere poner la casa en orden en la esperanza de que con esas condiciones, y otros privilegios aduaneros e impositivos, las inversiones —especialmente las inversiones extranjeras— lleguen en manada con sus dólares frescos.

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La actividad económica puede ser productiva, esto es la que crea riqueza a partir del trabajo, tanto si entrega bienes como servicios (una fábrica, un tambo, una aerolínea); extractiva, o sea la que obtiene riqueza tomando de la naturaleza, también con trabajo, lo que ésta tiene de valioso (una mina, un pozo petrolero), o especulativa, vale decir la que se apodera de la riqueza de otro porque sabe ponderar con mayor exactitud que él cuál será el valor futuro de un instrumento presente (acciones, bonos).

La economía especulativa no crea riqueza, sólo la cambia de manos. La economía extractiva se detiene cuando se agota el yacimiento. Sólo la economía productiva es capaz de crear riqueza de una manera sostenible en el tiempo. En sus dos años de gobierno Milei consumió más de 300.000 millones de dólares del ahorro argentino, del trabajo argentino, y del endeudamiento argentino (o sea el trabajo y el ahorro de nuestros hijos, nietos y bisnietos) sólo para alimentar la economía especulativa, en perjuicio de los ciudadanos y en beneficio de los fondos de inversión.

En sus dos años de gobierno, las políticas de Milei destruyeron unas 25 empresas pequeñas y medianas por día, lo que se tradujo en una pérdida de empleos formales de más de 400 plazas diarias. Está visto que la economía productiva, la que genera trabajo y eleva el nivel de vida de la población, no le interesa, y sólo tiene la mirada puesta en la economía extractiva, para la que prevé un auge gracias al cual “nos van a salir los dólares por las orejas”. Eso puede ser cierto… para un grupo reducido, y durante un tiempo limitado.

La economía productiva es la economía de la planificación y el largo plazo, pero tanto Milei como sus colaboradores inmediatos tienen su mentalidad (y sus intereses personales y familiares) atada a la economía financiera, que es la economía de la instantaneidad y la especulación. El combustible de la economía financiera es el dinero, y lo único capaz de producir dinero en abundancia y a corto plazo es la economía extractiva (gas, litio, tierras raras). Esto explica las opciones y las obsesiones del gobierno. Y también su fracaso.

Las inversiones extractivas no llegan porque sus agentes conocen la historia argentina y dudan de que el modelo de Milei obtenga el imprescindible consenso social, y las inversiones productivas se van porque entienden que bajo ese modelo no tienen futuro. Sólo permanecen las vinculadas al negocio agropecuario, pero se van desde las empresas automotrices hasta las grandes cadenas de supermercados, que sólo prosperan en el contexto de una clase media pujante. En la sociedad de dos clases que promueven Milei y la Agenda 2030 no hay lugar para esa clase de emprendimientos.

El bien más escaso hoy en el mundo es el trabajo. La primera preocupación para cualquier gobernante —y esto lo entendió bien Donald Trump— es asegurar puestos de trabajo para su población, no sólo porque el trabajo es el gran ordenador social sino porque, junto con la educación, es la herramienta para que la población prospere: la prosperidad es el camino hacia la propiedad y la propiedad es la condición de la libertad.

Pero la economía especulativa y la economía extractiva que obsesionan a Milei apenas si crean trabajo marginalmente. Y sin trabajo, la libertad no avanza. Su modelo no parece adecuado a las aspiraciones de progreso social con justicia, calidad de vida y educación superior en un país soberano que la vasta mayoría del pueblo argentino ha venido afirmando como propias desde que en 1916 comenzó a ejercer su derecho a decidir sobre el destino de la nación. Su modelo responde en todo a las demandas de la Agenda 2030.

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La elección legislativa nacional del próximo domingo puede convertirse también en un plebiscito sobre la clase de relaciones que nuestro país habrá de mantener con los Estados Unidos.

Para sostener su modelo económico insostenible —e inconducente— Milei colocó de hecho a la Argentina bajo el protectorado de Washington, al punto de que el presidente Trump se sintió autorizado a aleccionar a los ciudadanos argentinos, entre veladas amenazas monetarias pero también militares (al invocar el ejemplo de Venezuela), sobre cómo deben votar en los comicios de la próxima semana. Pero nadie crea que el protectorado estadounidense se agota en lo que podría ser un desliz discursivo de Donald Trump.

El secretario del tesoro Scott Bessent (un ex asociado del financista George Soros en la promoción de la Agenda 2030) interviene directamente, con fondos de su país, en el mercado cambiario argentino para sostener el modelo de Milei; el asesor de Trump Barry Bennett organiza la vida política argentina armando consensos en diálogos secretos con los opositores y los gobernadores, y adelantando así el trabajo del embajador Peter Lamelas que ya prometió dedicarse a hacer eso mismo.

El Comando Sur diseña nuestra política de defensa, con la mirada puesta en el Atlántico sur y el corredor bioceánico. (Aquí con algún tropiezo circunstancial, porque su jefe, el almirante Alvin Hosey, que no hace mucho estuvo visitando Tierra del Fuego, renunció esta semana, aparentemente en desacuerdo con los ataques dispuestos por su gobierno contra buques venezolanos.) La política exterior argentina, finalmente, tiene vedado por sus flamantes protectores cualquier acercamiento estratégico a China.

Lo que se nos plantea en esta elección, tengámoslo en claro, no es una opción más o menos intrascendente entre personalidades políticas, entre orientaciones partidarias, ni siquiera entre ideologías o maneras de ver el mundo. Se trata de conservar nuestro destino, malo o bueno, derecho o torcido, en nuestras manos; se trata de defender nuestra familia, nuestra patria y nuestra fe, o de someternos como cobayos a un proyecto de ingeniería social concebido en centros de poder que están incluso más allá —o por encima— de Washington.

“Si pierde … no seremos generosos con Argentina. No vamos a malgastar el tiempo”, advierte Donald Trump en la Casa Blanca ante el rostro demudado del presidente y sus acompañantes. “¡Argentinos… ya saben lo que hay que hacer!”, reacciona al instante, casi divertida, Cristina Kirchner, sacando partido desde su departamento-prisión de una oportunidad regalada. “Serás lo que debas ser, y si no, no serás nada”, amonesta severamente desde las brumas de la historia el general José de San Martín.

–Santiago González