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El aroma agreste de la verdad

Hace unos años, el periodista Carlos Mira hizo una serie de reportajes en los Estados Unidos, en general tendientes a hacer comprender al público argentino cómo funciona la mentalidad norteamericana. En uno de ellos, una dirigente comunitaria negra le dijo: “Nosotros creemos en lo que decimos que creemos.” La frase me quedó reverberando, porque llamaba la atención sobre una de las diferencias abismales que nos separan de los estadounidenses. Nosotros, los argentinos, en general no creemos en lo que decimos que creemos. Y esa distancia entre el dicho y el hecho ha sido una de las causas, tal vez la causa fundamental, de nuestra decadencia. La coincidencia entre lo que se cree y lo que se dice que se cree ha sido uno de los presupuestos básicos que mantuvieron apretado el tejido social norteamericano, y explica la confianza que ese pueblo tiene en sus dirigentes, confianza que a nuestro cinismo le parece ingenua, y que a ellos les hace difícil percibir el engaño. Más aún, se inclinan a rechazar y desoir a quienes les insinúan que están siendo engañados. Desde mediados de los 70, más o menos, cuando pudo asegurarse la complicidad de la prensa, el establishment norteamericano comenzó a aprovecharse a gusto de esa credulidad. Los medios se dedicaron a proporcionar al público una interpretación de los sucesos cotidianos acorde con los grandes ideales nacionales de democracia, igualdad de oportunidades y libertades civiles, pero reñida absolutamente con los hechos, lo que nosotros llamamos “un relato”. Grandes palabras, como la defensa de Occidente, la lucha contra el terrorismo, o la libertad de mercado sirvieron para encubrir pequeños intereses con que los norteamericanos fueron estafados una y otra vez, desde las grandes maniobras financieras (ahorro y préstamo, bonos basura, hipotecas y derivativos), pasando por la incesante concentración de los actores económicos (y el crecimiento simultáneo de las practicas monopólicas), hasta llegar a la destrucción masiva de empleos por vía de la expatriación de la manufactura industrial y de no pocas actividades terciarias. Todas esas maniobras costaron a los contribuyentes billones de billones de dólares en salvatajes financieros, inflación, endeudamiento, y provocaron que muchos perdieran sus campos, sus casas y sus trabajos. A la vera de las rutas norteamericanas pueden verse esos típicos racimos de casas rodantes que dejaron de rodar, y a las que fueron a parar los expulsados del sistema. El problema con los relatos es que más tarde o más temprano se desploman. Como dijo un ex presidente argentino “La única verdad es la realidad” y como dijo un ex presidente estadounidense “No se puede engañar a todos todo el tiempo”. La realidad, finalmente, clama por sus fueros. El electorado estadounidense reconoció en Hillary Clinton, en el masivo apoyo que le dio la prensa y en las expectativas que despertó entre la banca, las corporaciones y los especuladores, el olor sintético, artificial, de la mentira. Y reconoció en el discurso de Donald Trump, no sólo el reflejo de su propia mirada y de sus propias preocupaciones, sino también la coincidencia entre lo que se cree y lo que se dice que se cree. Nadie se habría atrevido a decir las cosas que dijo Trump en su campaña, tan políticamente incorrectas, si no creyera realmente en ellas. El público percibió el aroma agreste de la verdad, que suele ser arbitraria y contradictoria, y no razonable y atenta y equitativa. Y con el coraje de los valientes y los libres, que también forma parte de su sistema de creencias, los estadounidenses decidieron su voto. El mensaje del candidato que consiguió su apoyo estuvo recorrido también por otros valores que la gente, y no la corrección política ni la opinión publicada, considera con aprecio: el amor a la patria, el sentimiento de pertenecer a una comunidad, la familia como núcleo social, la cultura del trabajo, la religión, todos amenazados por un relativismo cultural para nada ingenuo, sino orientado a debilitar las conciencias para manipularlas mejor. Vuelvo a la frase que recordé al principio de la nota, porque creo que explica cabalmente las razones que movieron al electorado estadounidense: “Nosotros creemos en lo que decimos que creemos”. Sin embargo, y esto deberíamos recordarlo todos, hace ocho años Barack Obama era electo en medio de una formidable expectativa ciudadana de cambio y limpieza que las mejores intenciones del mandatario apenas pudieron colmar. Dejando de lado las capacidades personales, esto responde a dos cosas: uno, el poder del presidente, en un sistema político tan refinado como el estadounidense, es harto limitado y, dos, el establishment es muy ingenioso y siempre encuentra los instrumentos para orientar los vientos a su favor.

–Santiago González

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