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¿Quién entiende la ética estadounidense?

Nota de archivoOriginalmente publicada en el desaparecido sitio en castellano de CNN. A fines de 1998, después de soportar un año de escándalo agitado por los republicanos, Clinton fue sometido a juicio político (impeachment) por este asunto y absuelto de todos los cargos.

ATLANTA (CNN) — Los Estados Unidos están a punto de sacrificar a uno de sus presidentes más decentes de los últimos tiempos -ciertamente más decente que sus dos predecesores inmediatos- si se comprueba que mintió e indujo a mentir en un asunto de faldas que, a juzgar por su propia reacción, ni siquiera inquieta a su esposa.

Para el observador ajeno a la cultura norteamericana la situación resulta difícil de entender. “Si fue capaz de mentir a su esposa, y de instar a su (presunta) amante a la mentira para ocultar el hecho, entonces es capaz de mentirnos a todos, mentir al pueblo que lo eligió para conducir la nación”, es la explicación recibida.

¡Vaya con el descubrimiento! ¿Acaso alguien cree que el más virtuoso de los políticos podría ser capaz de abrirse camino desde los escalones más bajos de la vida partidaria hasta convertirse en aspirante a la presidencia sin decir mentiras? ¿O que en cuanto ingresa a la Oficina Oval sólo la verdad habrá de manar de sus labios?

Hace más de dos décadas un periodista novato entrevistaba en uno de sus tantos exilios en Buenos Aires al muchas veces elegido y otras tantas derrocado presidente de Ecuador, José María Velasco Ibarra.

El hombre hablaba y hablaba y el reportero tomaba notas prolijamente, hasta que aquel interrumpió su discurso:

–¡Un momento! -dijo-. Usted no tiene por qué creerme. Los políticos decimos mentiras… no siempre, pero a veces.

Y fue en busca de unos documentos con los que abonar sus afirmaciones. El cronista no olvidó la lección.

La politica, con su incesante y laboriosa mecánica de negociaciones, compromisos y manipulaciones, no está exenta de la mentira. Como no lo está la vida. Más de una comedia ha ilustrado este punto con las tribulaciones de alguien dispuesto a decir solamente la verdad.

El pueblo estadounidense no puede ignorar esto. Sus presidentes le han mentido sistemáticamente, como se descubre veinticinco años después cuando los documentos oficiales quedan liberados del secreto. Y esas mentiras fueron graves, y muchas veces costaron muchas vidas norteamericanas y de otros países.

Le mintió el ex presidente Ronald Reagan con su maniática interpretación del conflicto centroamericano y sus infames “combatientes de la libertad”, en realidad traficantes de armas para matar a campesinos que buscaban confusamente acabar con décadas de dictaduras apañadas por Washington. Las armas eran cambiadas por drogas para sumir en el sopor a los levantiscos marginales de los downtown norteamericanos.

Le mintió el ex presidente George Bush cuando, invocando los altos principios de la lucha contra las drogas, envió tropas para ametrallar extensos barrios populares de Panamá con el único objetivo de dar caza a su antiguo protegido Manuel Noriega, sin que nadie supiese las razones de ese repentino cambio de humor. Los centenares de muertos de El Chorrillo y otros barrios también reclaman la verdad.

Mentiras como éstas, graves mentiras que efectivamente afectan y comprometen a toda la nación, caen inexplicablemente fuera del debate sobre la ética política en los Estados Unidos.

Pero un desliz extramatrimonial abortó la carrera política de una figura sin duda promisoria como Gary Hart, y ahora la desafortunada conjunción de las debilidades de Bill Clinton con las habilidades de Mónica Lewinsky puede destruir a un presidente que, por lo menos, mejoró la economía, aumentó el empleo, redujo el déficit, y hasta ahora no ha desperdiciado vidas estadounidenses en guerras absurdas o perversas.

El sistema político norteamericano admite como razonable un lapso de veinticinco años antes de hacer pública la verdad sobre los asuntos de Estado, confiando en que para ese entonces ya se habrá convertido en una anécdota. Pero demanda ya, ahora mismo, toda la verdad sobre una anécdota, y la convierte en asunto de Estado.

Eliminar la confusión entre la anécdota y la cuestión de Estado debería ser una tarea urgente de la discusión política en los Estados Unidos, más urgente que esclarecer el historial sexual del presidente. Nada hay más amenazador y peligroso para una nación que confundir lo sustancial con lo accesorio.

–Santiago González