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Por qué murió el policía Garrido

No hay lugar pequeño para hacer patria. Esto lo sabía el policía Aldo Garrido, baleado a quemarropa por un delincuente en una tienda en el centro de San Isidro, y rematado por una mujer que participaba del atraco. Había visto un movimiento sospechoso, y acudió a ver qué pasaba, sin imaginar tal vez que iba derecho al encuentro con su destino.

Su muerte se clavó como una astilla en el corazón de los vecinos de la calle que patrullaba desde hacía años, y que lo consideraban como una institución del barrio, firme en su lugar, lloviera o tronara. Las palabras dicen mucho más de lo que suponemos. Garrido era en el espacio de esas cuadras una institución. La institución policial. La institución del estado.

Pero además era un hombre. La evocación, el afecto, el recuerdo de los vecinos atravesaron el uniforme y la chapa, y fueron directamente a la persona, con el frágil testimonio de las lágrimas o las flores. La institución respondió institucionalmente, con un ascenso post mortem. Persona e institución, Garrido nos interpela hoy sobre su destino. ¿Por qué murió?

Tenía 61 años, y había dedicado los últimos 30 a cuidar el centro comercial de San Isidro. No le preocuparon los ascensos ni los enriquecimientos. Había encontrado su lugar en el mundo, y estaba contento con eso. Vestía un uniforme siempre impecable, y el escudo que adornaba su gorra reflejaba su modesto orgullo de policía.

Los vecinos lo recuerdan como una persona atenta y afectuosa, siempre pronta a brindar un consejo u ofrecer una ayuda, conocedora de todos y cada uno de quienes viven y trabajan en esas calles que estaban a su cuidado. Justamente, ingresó al local asaltado porque no veía a las vendedoras, que a esa hora debían estar atendiendo los mostradores.

Más allá de este perfil amable, de “vigilante de la esquina”, conocía los riesgos y las exigencias de su oficio, y no descuidaba el entrenamiento ni su propio estado físico. “Es increíble como una sola persona hacía sentir segura a toda una comunidad”, comentó un vecino. Dicen que nunca había necesitado disparar su arma.

“Era casi un emblema de este barrio, como es el mástil de la calle Belgrano”, describió otro habitante de lugar. Garrido solía saludar ostensiblemente con una venia esa bandera, y en ese gesto, recordado por quienes deploraban su ausencia, puede estar el legado esencial de este buen policía, la razón de su vida, y de su muerte.

Garrido murió porque creía en su trabajo, creía en su uniforme, creía en la patria, y creía en sus compatriotas. No hay lugar pequeño para hacer patria, y Garrido había encontrado el suyo. Había hecho una apuesta, y no aflojaba. Pero en el gesto de saludar la bandera, les señalaba a esas personas a las que cuidaba cuál era el sentido de su apuesta.

Digamos que Garrido no es único. Hay otros Garridos en este país, en los hospitales y en las escuelas, en el estado y en la actividad privada, en el campo y en la ciudad, entre los civiles y los uniformados. En la misma policía, donde una media docena de agentes han caído en los últimos meses en cumplimiento del deber.

Todos estos Garridos son los que mantienen silenciosamente el país andando. O lo que queda de él. Los que hacen a conciencia su trabajo a pesar de los desaprensivos. Los que preservan la honestidad a pesar de los corruptos. Los que respetan la ley a pesar de los transgresores. Los que creen a pesar de los descreídos.

Cuando el policía Garrido saludaba la bandera les decía a los vecinos de San Isidro que él y ellos tenían eso en común, que todos estaban cobijados bajo el mismo paño, que esos colores de alguna manera los hermanaban, y que sin ese convencimiento básico, sin ese entendimiento esencial, su presencia en esas calles no tenía sentido.

¿Por qué murió Garrido? Murió porque creía en esas cosas. Pero la patria no es una cuestión individual, ni siquiera de unos pocos, silenciosos Garridos. La patria es de todos o no es nada. Si los que sobrevivimos a Garrido no tomamos conciencia de esto, si pensamos que podemos “salvarnos” o “zafar” solos, nos habremos perdido irremediablemente.

Nuestro destino, entonces, sólo podrá ser el de víctimas o victimarios. Los que mataron a Garrido no creen en las cosas en que creía Garrido. Por eso se los llama marginales, porque están al margen de las instituciones, porque para ellos el prójimo no es más que un estorbo, o un enemigo, en todo caso alguien despreciable, descartable.

Pero cuántas veces nosotros mismos, los que no nos consideramos marginales, tratamos al prójimo como un estorbo descartable, nos desentendemos de él, lo rechazamos. La exclusión es la madre de la marginalidad. Sin afecto por el otro, sin afecto societatis, no hay comunidad, no hay patria, sólo individuos aislados luchando por la supervivencia en una frontera ubicua.

Y he de decir ansí mismo,
porque de adentro me brota,
que no tiene patriotismo
quien no cuida al compatriota.

José Hernández, Martín Fierro

Pero tan ligados estamos por nuestro destino común, tanto dependemos los unos de los otros, aunque nos resistamos a reconocerlo, que sólo nosotros, sus compatriotas, podemos ahora conferir sentido a la vida y la muerte de Garrido.

Si la patria alienta en nosotros; si dejamos de pensar en las instituciones como en algo ajeno, desdeñable, en todo caso fuera de nuestra responsabilidad; si comenzamos a reconocer en el prójimo a un compatriota, y en el compatriota a alguien a quien debemos cuidar, Garrido habrá muerto por una razón.

De lo contrario, el policía Garrido habrá entregado la vida porque sí, por zonzo.

–Santiago González