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Francisco colmó la medida

Desde que Mauricio Macri fue electo presidente, el papa Francisco lo ha venido sometiendo a una serie de desaires que desafortunadamente colmó la medida en la audiencia que le concedió el último sábado de febrero en el Vaticano. No lo saludó tras su triunfo electoral en noviembre, no lo saludó cuando asumió su cargo en diciembre, y recompensó con el tratamiento más helado permitido por la cortesía diplomática el gesto de humildad exhibido por el mandatario al trasladarse hasta Roma para facilitar un contacto personal, libre de intérpretes e intermediarios. Desde la escenografía del encuentro (un salón enorme, un escritorio de por medio) hasta el infrecuente comunicado posterior (casi el dictado de una agenda), pasando por el permanente rictus de desagrado en las poses fotográficas del Vicario, todo pareció combinarse para transmitir una imagen de distancia, de adustez, de amonestación. El tratamiento brindado por el Pontífice al presidente argentino contrastó desfavorablemente con el que dispensó a otros líderes mundiales en circunstancias similares, y se volvió francamente desagradable al comparárselo con el que mereció la innumerable caterva de personajes pertenecientes o ligados al gobierno anterior, el más corrupto, incompetente y mendaz de la historia argentina, que lo visitaron en la Santa Sede. Macri no esperaba, ni podía obtener, un beneficio personal de esta visita: la benevolencia papal no rinde políticamente; no mejoró la imagen de Cristina Kirchner ni le permitió a Daniel Scioli ganar las elecciones, por ejemplo. Los motivos del presidente eran otros. El pueblo argentino se apresta, con el mejor ánimo de que es capaz, a cruzar el desierto por segunda vez en lo que va del siglo, a hacer los sacrificios necesarios para reconstruir el país de las ruinas en que lo han dejado, por segunda vez, aquéllos con los que el Papa parece guardar mayor afinidad política. Todo lo que Macri podía razonablemente traer de su visita al Vaticano era la bendición del jefe de la Iglesia Católica para la grey de sus compatriotas ante los rigores que les esperan. Bendecir es decir bien, es pronunciar la palabra cálida que contiene, alienta, acompaña. Eso era lo que esperaba Macri, ésa era la clase de ayuda que en todo caso el Papa podía ofrecerle. Pero esa palabra no llegó: los labios papales permanecieron sellados, mudos, inertes. El Papa pareció colocar sus presuntas diferencias ideológicas o políticas con el mandatario argentino, cuya legitimidad está obligado a reconocer y respetar (como lo hizo), por encima de la suerte del pueblo argentino, cuya salud espiritual está obligado a cuidar y proteger en su calidad de pastor, de pastor con olor a oveja, como gusta decir. Este cronista se alegró cuando un compatriota ascendió al trono de Pedro, hoy teme que sobre el magisterio petrino se haya impuesto el peor ADN argentino: mezquindad, resentimiento, arrogancia. El periodista Martín Pitton escribió que Francisco había demostrado un inexplicable desprecio por la Argentina. Ojalá no haya sido así, ojalá se trate de un malentendido, porque los argentinos, que comparten su ADN, bien pueden retribuirle en la misma especie.

–Santiago González