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Lecciones de Europa

T
an pronto recibieron la noticia de la muerte de Isabel II los globalistas se restregaron las manos, entusiasmados con lo que entendían era la caída de otro muro. Como si la corona británica fuese la única, o en todo caso la más importante, sus usinas de agitación y propaganda literalmente tapizaron los periódicos occidentales con comentarios que hablaban del fin de una época, del ocaso de las monarquías, de la irrelevancia de una institución prácticamente reducida a un espectáculo. Algunos llegaron a anticipar que varios miembros del Commonwealth (ex colonias que, no obstante haber logrado su independencia, reconocen a los reyes británicos como propios) iban a aprovechar la ocasión para desligarse de ese vínculo histórico. Los motivos de esa apresurada campaña son fáciles de comprender. Para los globalistas, empeñados en privar a las personas de sus anclajes identitarios para someterlas luego, aisladas y desorientadas, a sus designios, las monarquías son un obstáculo en tanto representan un factor aglutinante, social y cultural, un emblema nacional, una encarnación viva de la tradición que obliga a no olvidar la historia. Convencidos de que las sociedades ya estaban maduras para asimilar el mensaje, se proponían con esos artículos extender el certificado de defunción a las monarquías constitucionales de occidente y crear un estado de opinión favorable a la idea de que ya no tienen razón de ser.

La realidad de la calle dijo otra cosa: a lo largo de una semana de honras fúnebres, espontáneamente y para sorpresa de muchos, el pueblo de las islas británicas exhibió una sentida congoja, un reconocimiento y un respeto por su soberana desaparecida pocas veces dispensados a una figura pública. Isabel dedicó su vida a servirlos, una tarea que no buscó pero que cuando recayó en ella procuró cumplir con dignidad y responsabilidad, y sus súbditos se lo reconocieron. Pero además los británicos demostraron que por los ríos profundos del Reino Unido corre un sentimiento de identidad nacional cuya intensidad los portavoces del globalismo daban apresuradamente por agonizante, si no decididamente desaparecida. La decisión de apartarse de la Unión Europea seis años atrás, y de pagar los costos, debió haberles recomendado mayor cautela. La consigna Long live the King! con que recibieron a Carlos III fue algo más que una fórmula, y bien puede leerse como un Long live the monarchy! mientras siga representando, por encima de los vaivenes de los tiempos, la voluntad compartida de ser de los británicos.

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Imposible separar la despedida concedida a Isabel II en las islas de la recepción brindada a Georgia Meloni en el continente. Los estilos fueron diferentes, por supuesto, como diferentes fueron las circunstancias. A la severa y contenida pompa y circunstancia de Edward Elgar le correspondieron los compases vigorosos y apasionados de Giuseppe Verdi. Pero en el fondo, los fenómenos fueron similares. Los italianos también se pronunciaron, ellos con el voto, en un gesto de afirmación de su identidad y su historia, y, como los ingleses con el brexit, en rechazo a los dictados de la Unión Europea, ese arenero donde los globalistas ensayan su proyecto de un gobierno mundial para una población de esclavos. Supieron hacer caso omiso de las amenazas de la presidente de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, quien dijo antes de las elecciones que “si Italia se coloca en una posición difícil, podemos actuar, como ya lo hicimos con Hungría y Polonia”, dos naciones empeñadas en defender su soberanía y que sufren por ello el castigo de la Unión Europea. Esto no se dice aquí, pero entre los pueblos de la Europa comunitaria la palabra “Bruselas” produce el mismo escozor que entre nosotros la expresión “casta política”, referencias a una burocracia entrometida que se sirve a sí misma, sirviendo a poderes superiores elegidos por nadie.

Así como habían pretendido sepultar junto a Isabel la identidad inglesa, los medios cooptados por el globalismo procuraron después hundir a la candidata al gobierno de Italia describiéndola indistintamente como “neofascista” o “posfascista” (el asunto es poner “fascismo” en alguna parte). ¿En qué consiste el neo-pos-fascismo de Meloni? Ella misma lo explica: “¿Qué cosa es la identidad? La primera identidad es mi nombre. La segunda identidad es mi sexo. La tercera identidad es mi fe. La cuarta identidad es la italiana, en el sentido de mi patriotismo.” Y también: “¿Qué cosa es realmente Europa? ¿Es posible hablar de Europa prescindiendo de su identidad clásica y cristiana?” Identidad e identidad: “Para la ideología globalista la identidad es el principal enemigo que debe ser abatido”. Y además soberanismo: “El soberanismo es la idea de que la soberanía debe ser devuelta al pueblo y a los Estados nacionales, en una época en la que se querría delegar todo poder de decisión a diversas entidades que exceden a los Estados, desconectadas del control y de la voluntad de los ciudadanos.” La misma proclamación de identidad que hicieron los ingleses al manifestar su respeto por la monarquía, la misma voluntad de soberanía que expresaron con el brexit.

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No deja de llamar la atención, ni de ser significativo, que estos dos sucesos que comentamos hayan ocurrido uno en Gran Bretaña, cuna del liberalismo, y el otro en Italia, cuna del capitalismo. No es casualidad. El comercio y la industria necesitan de la libertad para su desarrollo, la libertad necesita de la nación para su defensa, la nación necesita de personas con identidad para su integración, las personas necesitan de una familia, una comunidad y una fe para forjar su identidad. Todos necesitan conocer su historia para concebir un futuro.

El globalismo tiene puestos sus ojos sobre la Argentina desde hace tiempo, y la clase política no ha hecho más que servir consciente, deliberada e interesadamente a sus designios, en las dos facciones que se han alternado en el poder. Eso explica la destrucción sistemática de nuestras instituciones, públicas y privadas. Los argentinos deberíamos tomar nota precisa de estas lecciones que nos llegan de Europa, del conjunto de necesidades que ponen en evidencia y que acabo de enumerar. Si llegamos más o menos enteros a los comicios del 2023, tendremos una oportunidad, probablemente la última, para luchar por nuestra soberanía y revertir el rumbo declinante. Pero si en la oferta electoral faltan libertad, nación, identidad, familia, comunidad y fe, si falta historia, nada va a cambiar. Nada puede cambiar porque todo eso es, precisamente, lo que nos está faltando y lo que explica nuestra decadencia.

–Santiago González