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Derrota a la Argentina

En este momento, la selección nacional de fútbol refleja mejor que ninguna otra cosa el desconcierto de la sociedad argentina. Una sociedad pródiga en brillantes individualidades, cuyo talento se opaca y desperdicia en la incapacidad para funcionar como conjunto. Desconcierto significa justamente eso: falta de orden, de estrategia, de propósito.

Cuando una orquesta de destacados y reconocidos solistas falla en la ejecución, las miradas se dirigen inevitablemente hacia el conductor, el que tiene la batuta. Y aquí nos encontramos con el problema de siempre, en todos los órdenes: el que dirige no es el que debe ser. Tenemos un problema trágico en el mecanismo de promoción de liderazgos.

Una y otra vez la realidad nos dice que no basta con la inspiración repentina, la genialidad ocurrente, el esfuerzo de voluntad ejercido al extremo, si no están acompañados por el trabajo serio y sostenido, la serena inteligencia, el estudio y la capacidad. Y una y otra vez tropezamos con la misma piedra. En Sudáfrica, la Argentina cayó en su ley.

Alemania estudió a la Argentina, detectó sus evidentes debilidades, y avanzó sobre ella con la letal contundencia de la Wehrmacht. El equipo argentino lució como un racimo de improvisados, idealistas y corajudos partigiani. Estas virtudes tocan fácilmente nuestras emociones, pero con ellas no se ganan las guerras. Se necesitan estrategas y generales.

El problema de la Argentina es menos un problema de nombres propios que un problema de instituciones, de reglas y de procedimientos. Aplicado a este caso, el problema no empieza en Diego Maradona, quien en algún sentido dio más de lo que podía esperarse de él, sino en los caminos por los que Maradona llegó a estar al frente de la selección.

Nuestra sociedad ha sido llevada a creer que las instituciones no tienen mayor importancia, que las reglas están más bien para ser violadas, que todos somos más o menos iguales, y que todos llevamos en la mochila el bastón de mariscal. Un siglo de decadencia no ha logrado convencernos de que estamos en un error.

La Asociación del Fútbol Argentino es una institución. Como casi todas las instituciones argentinas, hace tiempo que ha caído en manos de la mafia político-económica que, a juicio de este sitio, se ha apoderado del país desde hace tres décadas. La AFA es la que puso a la selección en las manos de Maradona.

Probablemente, esta derrota marque el fin de Julio Grondona al frente de la AFA. Pero no impedirá la aparición de algún clon de don Julio, que siga poniendo la mirada antes en el negocio que en el deporte. Y en torno del fútbol se mueve mucho dinero. Para moderar esa presión, hay que devolverle entidad a las instituciones, vigor a sus reglamentos.

Elisa Carrió propuso hace un tiempo vetar por ley la posibilidad de aspirar por segunda vez a cualquier cargo electivo, fuese en el orden público o en el privado. Tal vez haya aquí un camino hacia el saneamiento: demasiadas instituciones del país, desde la presidencia de la nación y las gobernaciones hasta la AFA y los sindicatos, sufren del mismo mal.

Al poner la selección en manos de Maradona, Grondona es el primer responsable de su fracaso. Al aceptar la oferta de la AFA, Maradona le sigue en el orden de responsabilidades. Como buen argentino, Maradona se creyó, y tal vez todavía se cree, en condiciones de liderar. Y de prescindir de los consejos y advertencias.

Debe reconocérsele haber logrado instalar cierto espíritu de equipo en un conjunto de jugadores desmotivados, divididos en bandos, carentes de respeto por su anterior conductor, Alfio Basile. Pero exhibió caprichos personales en la convocatoria, una ausencia total de estrategia, y vacilaciones y errores notorios a la hora de hacer cambios.

Los comentaristas se cansaron de señalar estas cuestiones, y especialmente la fragilidad del equipo en la defensa y el medio campo. Maradona respondió con malos modales. Y así se malograron las habilidades de Lionel Messi, las inspiraciones de Gonzalo Higuaín, el tesón de Carlos Tevez, tapando agujeros desde la línea del fondo hasta el área rival.

La derrota de la selección es una más en un país cuya sociedad ya parece haberse acostumbrado a la derrota. Y que la acepta sin reaccionar, con fatalismo, como si estuviera convencida de que Dios finalmente resignó su pasaporte argentino para buscar como muchos de sus miembros un mejor destino en otras latitudes.

No advertimos la relación que existe entre los efectos y las causas. Y como no la advertimos, seguimos haciendo lo mismo: burlándonos de las normas, prefiriendo la viveza a la capacidad, buscando el rédito pequeño a corto plazo antes que la construcción duradera y laboriosa a largo plazo. Los resultados están a la vista.

–Santiago González

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La mano de Dios.