Eso que llamamos Occidente (y por si alguno lo ha olvidado, Occidente es el nombre de nuestra patria espiritual, el conjunto de valores, saberes y creencias que informa todos nuestros actos, desde los más superficiales y cotidianos hasta los más hondos y trascendentes) ha nacido y se ha alimentado de la tensión constante entre dos polos antitéticos, representados por dos ciudades que, paradójicamente, no están muy alejadas una de la otra: Atenas y Jerusalén. De Atenas nos vienen la luz de la razón, la claridad de la inteligencia, el amor por la belleza, la verdad y el bien, la noción de ley y de justicia, la ciudadanía, la plaza pública, la sociedad abierta, la democracia. Nos viene la celebración del cuerpo, los sentidos y la vida. Y también nos viene de Atenas el gesto humano más desafiante de todos: el robo del fuego por Prometeo, que lo arrebató a los dioses y con él entregó a los hombres la técnica, el conocimiento, la cultura y el arte: los instrumentos para conquistar su libertad. De Jerusalén nos vienen la oscuridad del fanatismo y la intolerancia, la sumisión del hombre a la divinidad, la noción de pueblo elegido, el proselitismo religioso, la guerra santa; la humillación, la culpa y la pobreza erigidas en virtudes; las teocracias antiguas y modernas; la ciudad de dios, y tras ella todos los experimentos de ingeniería social; la salvación condicionada por la adhesión ciega, y tras ella todas las estructuras mafiosas que replican el modelo, las sociedades secretas, los códigos de silencio. Nos vienen la negación del cuerpo, la mortificación de la carne, el martirio, y el culto de la muerte. De Jerusalén nos viene también la condena eterna del trabajo y el parto con dolor por haber comido del árbol del conocimiento. En un caso, querer ser como los dioses es el orgullo del hombre, en el otro su pecado original. Las tres grandes religiones monoteístas tienen largas tradiciones de persecución y de sangre, que se volvieron aun más cruentas y despiadadas cuando asociaron el fanatismo jerusalemitano con la racionalidad ateniense. Hoy todo Occidente se horroriza frente al atentado contra Charlie Hebdo, y condena justamente el terrorismo islámico. No debería pasar por alto sin embargo que detrás de ese sanguinario intento de censura ejecutado por un grupo de fanáticos alienta el mismo espíritu contrario a la libertad que condujo a casi toda Europa, la Europa institucional, a establecer el delito de opinión, al perseguir legalmente a quienes tienen la ocurrencia de negar el holocausto judío; se trata del mismo espíritu que en un pasado no muy lejano alimentó los fuegos correctivos de la Inquisición, y nutrió las minuciosas páginas del Index. Por entre la perfección ática de los ideales de Occidente acechan las visiones totalitarias engendradas en la ciudad santa: unas veces se manifiestan violentamente, como lo acaban de hacer en París, otras veces lo hacen de maneras más sutiles e insidiosas, insinuando al oído de los hombres que sus más infames ambiciones de poder, riqueza y gloria, que sus más crueles delirios de dominación, pueden contar con el beneplácito divino. Algunos reflotaron en estas horas de angustia y rabia la malhadada idea del choque de las civilizaciones. Pero todos somos parte de la misma civilización, y sería injusto demonizar exclusivamente al Islam. Los árabes rescataron para Europa la tradición griega, luego de que los bárbaros asolaran sus archivos tras la caída de Roma. Todos somos hijos de Atenas y Jerusalén, y vivimos tironeados por esos dos grandes polos de atracción, la luz y las tinieblas, la vida y la muerte, el bien y el mal, porque ellos representan adecuadamente las dos caras de la naturaleza humana. Quien considere que es una exageración asociar las religiones de Abraham con el costado oscuro del hombre puede remitirse a los libros sagrados y leerlos a conciencia. Allí está todo a la vista, negro sobre blanco.
–Santiago González