Dos revoluciones

La sociedad y la cúpula del poder experimentan radicales transformaciones que aun no logran entrar en sintonía

Empecemos por la primera revolución. Tal vez no nos hayamos dado cuenta, pero en la Argentina hay una revolución en marcha. Se trata de una revolución sui generis: no tiene líderes ni tiene programa. Es una revolución genuinamente popular, no conducida como es habitual por una élite iluminada que guía a las masas hacia un futuro venturoso. Es una revolución callada y hasta ahora pacífica. Pero, como todas las revoluciones, en cualquier momento puede tornarse ruidosa y violenta y, como también ocurre con todas las revoluciones, su derrotero es incierto y muchas veces contrario a la lógica. Después de guillotinar a toda su nobleza, Francia coronó emperador a Napoleón.

La falta de lógica prueba en este caso que esa revolución existe. Nada más contrario a los criterios aceptados que un presidente que hace estallar los precios, comprime los salarios, pulveriza las jubilaciones, desprecia la política, el periodismo y el espectáculo, confraterniza con los militares y se pasea por el Atlántico sur con una general del ejército estadounidense, promete liquidar empresas estatales confundidas con la identidad nacional, aparece luciendo orgullosamente una kipá rodeado de caballeros de indumentaria décimonónica y barbas rabínicas, hace todo eso y no sólo no afecta su popularidad sino que la aumenta. Aquí hay una revolución, sin duda.

Sería erróneo sin embargo creer que esta revolución lleva el nombre de Javier Milei. Ni él pretende, por lo menos hasta ahora, conducir a las masas al estilo de un líder político clásico —de hecho, desde que asumió como presidente nunca volvió a tener un diálogo directo con sus seguidores como los que solía tener durante la campaña— ni tampoco las masas dan señales, por lo menos hasta ahora, de mantener con él ese vínculo emocional, esa adhesión irreflexiva que es característica de los fenómenos políticos marcadamente personalistas. La revolución tiene su propia dinámica, y Milei puede ser en todo caso una expresión, un efecto, una consecuencia, incluso circunstancial, de esa revolución. Pero no es su causa, ni su motor.

La revolución, en realidad, se puso en marcha mucho antes de que Milei irrumpiera en la escena política con potencialidad presidencial. Creo que su primera manifestación fue la celebración del mundial de fútbol, cuando el pueblo y los integrantes del equipo campeón trabaron una alianza cerrada, y la pusieron a resguardo de políticos, periodistas, corporaciones y otros acostumbrados a apropiarse de lo ajeno. Y le grabaron además una señal de identidad, personalizada en los padres de Maradona (la familia) y los combatientes de Malvinas (la patria). Ese día se anudó un nuevo pacto social.

El antropólogo brasileño Darcy Ribeiro decía en los sesenta (y si lo hubiéramos escuchado nos habríamos ahorrado algunos cruentos  malentendidos) que no era la lucha de clases el motor de la historia, sino las revoluciones tecnológicas. La revolución popular argentina que intento describir fue posible gracias a las comunicaciones digitales y en especial las redes sociales, y a la prolongada cuarentena de la pandemia que nos obligó a aprender a usarlas. Por primera vez, desde el ocaso de la plaza, el barrio y el bar de la esquina pudimos volver a hablar entre nosotros, a decirnos lo que pensábamos sin la intermediación de los periodistas que ahora lloran su intrascendencia.

Los canales de noticias muestran a diario un fenómeno desusado: la mitad de las personas a las que buscan entrevistar en la calle para consultarlas sobre la inseguridad, los paros o la carestía de la vida se rehúsan a responder y apartan el micrófono que se les ofrece. La ciudadanía todavía no tiene todavía muy en claro lo que quiere, pero sabe bien lo que no quiere: no quiere ser usada, en su persona o en su opinión, en beneficio de los compromisos o las aspiraciones políticas o económicas de alguna persona o grupo que no conocen pero pueden imaginar.

El presidente se equivoca si cree que la aprobación de su persona en las encuestas significa aprobación de sus políticas. La gente aprueba el diagnóstico, la actitud combativa y la intransigencia de Milei: su motosierra fue la viva imagen del sentimiento popular respecto de los que desde hace 75 años han venido destruyendo sistemáticamente la Nación argentina, y condenando a la miseria y el embrutecimiento a un pueblo que fue siempre modelo de educación, salud, laboriosidad, inteligencia e integración social, cultural y religiosa sin discriminación. Difícilmente apruebe las políticas aplicadas por su gobierno para remediar la decadencia, porque ya las conoce, las guarda la memoria familiar.

Y si la memoria no bastara, ahí están los ejemplares amarillentos de Tía Vicenta, los monólogos en blanco y negro de Tato Bores, las películas en colores como Plata dulce para recordarnos que la idea del sacrificio presente (siempre del pueblo llano) en aras del bienestar futuro, y de la disciplina fiscal (porque somos inveteradamente indisciplinados) y la apertura para atraer las inversiones extranjeras (porque somos incapaces de ahorrar) se repitió en los 60, en los 70 y en los 90 siempre con el mismo resultado: empobrecimiento creciente, destrucción de la producción nacional (rural y fabril), extranjerización de la economía e indefensión nacional. Con algunos beneficiados, claro está.

La memoria también recuerda que a cada una de esas décadas le siguió otra estatista, proteccionista, distribucionista, diametralmente opuesta en lo ideológico pero idéntica en los resultados, y también con su cofradía de beneficiados; muy bien documentada en los libros pero prácticamente ignorada por la industria del espectáculo, siempre favorecida por los créditos blandos y a sola firma de estos períodos digamos keynesianos. La omisión, en este caso, es irrelevante porque la más reciente de estas etapas ocupó los últimos 20 años, la gente sufre todavía sus efectos en carne viva, y por eso lo votó a Milei.

Y por eso lo sigue respaldando, aun cuando sufre las consecuencias del ajuste, aun cuando no sabe si mañana logrará hacer las dos comidas, no sabe si podrá abrir las puertas de su comercio o su taller, o la tranquera de su chacra, no sabe si seguirá teniendo trabajo. Lo que sí sabe es que no tiene alternativas a la vista, que lo que le ofrecen como opción lo condujo a la ignorancia, la desocupación y la miseria presentes. Y al fin y al cabo, a lo mejor, si Dios quiere, esa promesa tantas veces escuchada y tantas veces incumplida esta vez venga en serio. El presidente no se parece a los malandras que lo traicionaron una y otra vez con su sonrisa de vendedores. El presidente es un bicho raro.

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Lo que nos lleva a la segunda revolución. Por primera vez tenemos en la Casa Rosada un gobernante que no proviene de los estamentos políticos, militares o corporativos. Hizo su carrera como economista trabajando en la empresa, pero no se lo puede asociar a intereses empresarios determinados. Su perfil es absolutamente atípico: saltó al conocimiento público como polemista en los reñideros televisivos, adhiere a los extremos del liberalismo económico, y se referencia en Moisés, el líder que condujo a su pueblo por los rigores del desierto hacia la tierra prometida, y en Julio A. Roca, el líder que sobre el ideario liberal construyó la Argentina moderna, la insertó en el mundo, y afianzó su soberanía y su territorio.

Milei piensa en grande, se siente al nivel de los grandes y se siente cómodo entre los grandes, especialmente con quienes cultivan un perfil disruptivo parecido al suyo. Y éstos lo reciben, y congenian rápidamente con él, y le prestan atención. Los mayores medios informativos del mundo han enviado a Buenos Aires periodistas de rango para entrevistarlo. Sin que nadie se lo pidiera, el presidente proclamó una alianza estratégica con los Estados Unidos, y desde entonces las visitas a la Argentina de los máximos funcionarios norteamericanos en las áreas política, militar y de inteligencia se han sucedido ininterrumpidamente. Es evidente que también aquí estamos frente a una revolución.

Milei se siente estadista, conductor de una nación a estilo del siglo XX. Al mismo tiempo es irreverente en su lenguaje, en su indumentaria, en su desafío a las nociones establecidas, en su desprecio por la agenda 2030, cuyos presupuestos básicos, como dijo en Davos, están destruyendo a Occidente. Tras décadas de discurso único impuesto por el progresismo desde los medios, la cátedra y el espectáculo, las palabras con frecuencia agresivas, a veces arbitrarias, y siempre desbordantes del presidente suenan como música para los oídos de una parte mayoritaria de la sociedad que desde el restablecimiento de la democracia vivió forzada a callarse bajo la presión de la corrección política.

Si bien la agenda de Milei es diferente, tan revolucionaria si se quiere como su persona, la eficacia de su gestión deja hasta ahora bastante que desear. Su gabinete no se muestra a la altura de sus responsabilidades, y sus equipos de gobierno exhiben demasiadas señales de improvisación y desconocimiento, más allá de sus buenas intenciones. Los ministerios generan más noticias relacionadas con las renuncias, desplazamientos o sustituciones de funcionarios que sobre las responsabilidades que le son inherentes. Reyertas triviales han provocado rupturas en los bloques legislativos del oficialismo, que no se caracterizan precisamente por lo nutrido de sus filas.

Al mismo tiempo, Milei es el primer presidente de que yo tenga memoria, y mi memoria es larga, que se ha propuesto seriamente atacar la obesidad ineficiente del Estado, descubrir y eliminar sus enquistados y retorcidos focos de corrupción, y avanzar machete en mano por la selva de leyes, decretos, ordenanzas y edictos que asfixian la vida de los argentinos. Con que sólo pudiera cumplir estos objetivos, la ciudadanía recordaría su mandato con agradecimiento. Pero sus obsesiones inmediatas, antes de pasar a las urgentes reformas laborales, impositivas y previsionales, son razonablemente reducir la inflación y eliminar el déficit.

Con todo, respetados economistas que simpatizan con el gobierno han puesto en duda con argumentos atendibles la eficacia de las medidas impulsadas por el ministro Luis Caputo, señalando básicamente que la reducción del déficit se debe más al diferimiento de los pagos y a la licuación de los haberes jubilatorios que al achicamiento del gasto, que la baja de la inflación resulta de una violenta recesión económica innecesariamente inducida y especialmente cruel con los menos favorecidos y con las pequeñas empresas, y que las manipulaciones monetarias simplemente disfrazan un endeudamiento sostenido.

El presidente se muestra convencido de que va a tener éxito, y se muestra también decidido a tenerlo sin temor a pagar los costos que sean necesarios. Además, tras un grosero error de cálculo inicial —los dos mamotretos legislativos cuya aprobación automática su gobierno daba por descontada—, comenzó a entender el juego de la política, a negociar con legisladores y con gobernadores, a instruirse en el toma y daca que los modelos matemáticos de sus manuales de economía suelen pasar por alto. Milei y su equipo ya están pensando en las elecciones legislativas del año próximo; esto, y su resistencia a ser colonizado por el PRO de Mauricio Macri, son indicios de la velocidad del aprendizaje.

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Estamos entonces tironeados por dos revoluciones simultáneas. Hemos visto que hay una revolución en la base ciudadana y otra revolución en la cúpula del poder. Las dos conforman fenómenos inéditos, las dos son hijas de su tiempo, habilitadas por las transformaciones tecnológicas y estimuladas por los desafíos del siglo XXI. Ambas son contemporáneas y discurren por caminos paralelos, se observan mutuamente con recelo, se estudian. Pero en los términos mosaicos gratos al presidente, diríamos que aún no sellaron su alianza.

Admitamos que las dos revoluciones no son iguales: sin la revolución popular no habría asomado un Milei; la revolución popular es irreversible, en cambio la estrella hoy ascendente de Milei puede eclipsarse al menor traspié. Los próximos meses serán cruciales: si la economía finalmente se normaliza, si aparecen señales aun tímidas de recuperación, y si el oficialismo ordena sus filas y dota de cierta eficacia a su gestión, la deseada alianza podrá concertarse y la Argentina asistirá a un reverdecimiento inimaginable. Si la alianza no se anuda, los ciudadanos seguirán perdidos en el desierto, a veces tornando su frustración en violencia, a veces depositando su fe en un ídolo de paja, buscando a su Mesías como los personajes de Pirandello buscaban un autor, esperando a Godot.

–Santiago González

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